domingo, 3 de febrero de 2008

13.-Galopar

Amaneció más temprano que de costumbre bajo la papada de la vieja y gorda avileña. El sol volaba rezagado detrás de los picos de la sierra baja que dominaba el valle, y las vacas esperaban impacientes a que la Primera consiguiera levantarse después de su privilegiado sueño en el costado del palomar, cobijada bajo las ramas de un gran peral.
Era la única a la que se le permitía hacerlo.

Y él era el único al que se le permitía anunciarlo. Con los torpes intentos de cada una de las patas por articularse y estirarse comenzó a mover su badajo, asegurándose de golpear con fuerza cuando la pobre cazurra se balanceaba más de la cuenta. No iba a ser culpa suya que alguna de las otras se adelantase a la Primera en el turno de bebida. Una vez en pie, disfrutaba de más libertad para trabajar y el espeso sudor que lo cubría la mayor parte de las mañanas con el esfuerzo del animal se perdía en el aire de tomillo y lavanda, que entraba por su boca y refrescaba su cuerpo roñoso, abollado por las vallas de piedra y los años de servicio. Hasta alguna araña se había atrevido a tejer de noche de lo áspero que estaba, y un larguirucho escuálido lo había puesto del revés y lo había frotado con agua y alambre con mucho cuidado, para no estirar más la raja que se le abría por arriba. El tiempo no sólo pasaba por la bestia de cansado pescuezo.

Las vacas sedientas gritaban con impaciencia y miraban a la vieja negra con respeto, pero no sin cierta malicia, pues las criaturas de sangre oscura entienden de jerarquía, no de sentimientos. Así, la Primera pasó entre las demás todo lo altiva que le dejaban sus huesos, acostumbrada a los ojos cotorros, e inclinó la cabeza sobre el bebedero de hormigón. El agua fría, llena de ovas y bichos muertos, bañó de nuevo el cencerro, aprovechando este para ejercitar el badajo y limpiar de tierra el interior. Fue al salir cuando lo vio por primera vez.

Una manada de caballos salía lenta, casi con aire solemne, de un remolque estacionado junto al corral, y entre todos ellos, un corcel blanco de fibra firme y porte elegante, que dejaba brillar su pelaje con cada movimiento, al sol de la mañana. El campano se estremeció ante la visión de aquellos animales, que jamás había visto en la dehesa, y desconfió en principio de ellos, aunque no podía dejar de mirar al único blanco, que movía con tanta gracia y presteza sus patas, cortando el aire y desafiando con su largo cuello al resto, de alguna manera, más vulgar.

Los recién llegados pasaron la mañana dentro de la nave mayor, y las vacas, tras unas primeras horas de normal inquietud, se fueron alejando hacia los prados bajos. Era él quien abría la marcha, deseando sacar de sus ojos la visión del blanco caballo, y olvidarse de la posibilidad soñada de ser su guía, de abandonar aquella vida de paja podrida, babas, moscas y boñigas redondas para notar el viento de cara, para golpear con fuerza del gozo de ver volar las hojas de los árboles a su lado, con el galope de su amo. Para poder escuchar su propio sonido por una vez, antes del fin, al perderse en el eco de las montañas.

Sin embargo, con el transcurso del tiempo, el cencerro se negaba a admitir su desesperada obsesión por alcanzar una vida distinta, y no comprendía que al menos debía tratar de ganarle confianza al corcel para reclamarlo como guía, si era posible. La importunidad se presentó antes de lo que creía.

Unos días después, la Primera despertó de nuevo más tarde que las demás y, tras los consabidos ejercicios, sorteó el palomar en su busca, el campano meneando el badajo con parsimonia. Sorprendido él más que ella, consiguió que se acercara hacia la parte trasera de la nave mayor, y allí las encontró, a cierta distancia de un extraño y reluciente bebedero de metal rojo, grande y espacioso.

La vaca procedió a desfilar delante de las otras con los ojos en el agua cristalina, salvó la separación hasta ella atravesando un portalón abierto, y sumergió el morro con decisión, deleitándose con la limpieza del líquido y su sabor a nada más. El cencerro aprovechó para limpiarse, pero al salir, no pudo evitar sobresaltarse.

La manada de caballos galopaba a través del prado, tras salir de la nave, y se acercaba velozmente a su bebedero con expresión poco amistosa. El cencerro golpeó y golpeó temiendo por lo que podría pasar ahora que caía en la cuenta, y obligó a su ama a volverse deprisa con las demás. Sin embargo, el esfuerzo fue en vano.

La vaca se desplomó malherida por las coces y los mordiscos de las bestias de negra crin, mugiendo desesperada por recuperar aliento, por espantar las bocas de su cabeza y sus ajadas piernas, y se agitó con admirable esfuerzo para alejar al blanco corcel, que la miraba con sus dientes ensangrentados. El cencerro trató de agitarse con todas sus fuerzas, vuelto sobre la hierba junto a los cuernos de la negra, pero apenas podía ahuyentar nada entre los berridos que estremecían el campo. Tras unos minutos de frenético espanto, los caballos se alejaron.

La vaca respiraba agónicamente, confundida aún por lo que acababa de pasar. Sus ojos reflejaban las miradas de las otras, alejadas más allá de la nave. El cencerro se resignó y comprendió. Hoy el cielo brilla con un azul feroz a través de la hendidura que lo recorre, y sus sueños se confunden en el eco de las montañas.

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