sábado, 2 de febrero de 2008

15.-Shanera

Al sur del Desierto de Arena Blanca, a vista de pájaro se puede divisar una manta casi uniforme de vegetación enmarañada, de un color verde brillante, pero tan oscuro que a primera vista podría parecer negro.

Es la selva de Shanera, uno de los lugares más peligrosos del mundo. Pocos son los cazadores de pieles o buscadores de tesoros tan insensatos como para penetrar en los dominios de la diosa Sirhua. Sin embargo, una figura avanza entre el espesor, cortando sin vacilar las ramas que entorpecen su camino.

El joven M’pay, habitante de la tribu Manes’rhua y aspirante al honorable puesto de guerrero tribal. Sabe que hoy será su día de mayor gloria... Tanto si vive como si muere.

Las afiladas espinas le arañan los brazos, y las ramas le azotan el rostro, pero él ni se inmuta. Su única indumentaria, el Tinayu, taparrabos ceremonial. Y como único equipo una espada corta perteneciente al fundador del clan familiar. Solo con esos pertrechos M’pay debe demostrar a su gente, los Manes’rhua, a la selva de Sanear y a la Diosa Sirhua que es merecedor del título de guerrero.

De repente, sin un sonido que ponga sobre aviso a un viajero menos entrenado, una figura aparece entre las hojas y se lanza contra M’pay. Es apenas un jirón de oscuridad animado, en la que solo son discernibles unas garras y dientes temibles y dos puntos de refulgente amarillo que se supone son sus ojos. El joven aspirante no pierde la concentración, esquiva el ataque y siguiendo con el movimiento evasivo completa un giro de espada que sesga por la mitad la cabeza de la criatura. Ésta, antes siquiera de tocar el suelo, se evapora sin dejar rastro.

M’pay continua avanzando. Para evitar que el miedo o el cansancio se abran camino en su mente, se concentra en las viejas leyendas de su pueblo.

Según cuentan los ancianos, hace innumerables años, cuando las montañas eran jóvenes guijarros y el sol aún no había prendido, Sirhua era una deidad bondadosa y misericordiosa, aunque inocente. Dada su mansa naturaleza fue traicionada por sus hermanos menores, codiciosos de su posición predominante en el podio estelar. La engatusaron para abandonar la morada divina y, una vez fuera, le azuzaron a las bestias del inframundo.

Sirhua, herida y aterrorizada, huyó al plano mortal, refugiándose en la selva de Shanera. Ésta se convirtió en su hogar. Se volvió temerosa, desconfiada y hostil, y la naturaleza circundante se adaptó a su estado de ánimo. Y entonces llegaron los Manes’rhua...

M’pay se detiene y aparta las viejas historias de sus pensamientos. Olfatea el aire. Ha cambiado. Igualmente, la vegetación ha ido oscureciendo de tono paulatinamente hasta llegar al negro azabache. El destino está cerca.

Y finalmente, ahí está. La jungla da paso abruptamente a un claro, yermo de plantas y de vida. El paso de la selva al calvario está marcado por enormes pilares circulares, completamente lisos, que se elevan sobrepasando el dosel arbóreo.

Y justo en el centro del círculo, una cueva. Más bien un agujero, como una herida abierta en la tierra, hundiéndose en la oscuridad.

Apenas el joven da un par de pasos en dirección a la gruta cuando capta un débil murmullo, apenas un suspiro, que le eriza el vello de la nuca.

Entre las negras hojas del bosque brillan cientos de puntos de amarillenta luz en una especie de siniestro remedo del firmamento. Miles de ojos. M’pay se prepara y, en apenas segundos, ellos atacan.

La batalla no durará mucho y M’pay lo sabe. Todo depende de su agilidad, ya que solo un demente intentaría luchar abiertamente contra esa horda de tinieblas.

Las criaturas lanzan sus garras e intentan clavar sus dientes en su morena piel. M’pay concentra todo su esfuerzo en abrirse camino hasta llegar lo más cerca posible de la cueva. Esquiva zarpazos, corre oblicuamente y utiliza su espada para mantener a raya a las criaturas más cercanas.

Son demasiadas. Al poco, el aspirante a guerrero está cubierto de arañazos y su sangre corre sin pudor por sus piernas. Pero no se detiene, lo único que impide a la horda devorarle es la sorpresa que les supone que un rival demuestre tanta energía en su lucha. Si vacilara un solo segundo, sería su fin.

Al fin, de un afortunado sesgo de espada, consigue abrir un hueco entre la negra marea. Se lanza a la carrera, ignorando las heridas inflingidas por los enemigos.

Y consigue llegar hasta la boca de la cueva, alzando victorioso su arma. Los últimos rayos de sol inciden en la empuñadura, reflejando su luz en un sello grabado. Representa un árbol y una luna, grabados en plata.

Al instante, el silencio estalla en la selva. Las negras criaturas se disuelven en el atardecer. M’pay no varía su postura, y mira fijamente la negrura bajo sus pies.

Entonces aparece: Dos ojos, amarillos, se iluminan desde lo más profundo de la grieta. De enorme belleza, pero a la vez terroríficos. Cada uno parece tener el tamaño de un oso adulto. Y de pronto, vuelven a sumergirse en el abismo.

M’pay sonríe, pese al agotamiento y las heridas. El pacto ha sido realizado. A partir de este momento es un Guerrero Manes’rhua y durante el resto de sus días deberá cumplir la promesa no pronunciada de defender contra cualquier amenaza a su pueblo, a la selva y a la diosa Sirhua.

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