viernes, 1 de febrero de 2008

7.- Un frasco de agua de colonia



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando?¿Cómo había llegado a aquella situación? Las gotas de agua repicaban sobre mi cabeza, furiosas, intentando agujerear mi cráneo. El viento, más rebelde que nunca, despeinaba los cuatro pelos que adornaban la cabeza. Maldije mil veces el agua que caía del cielo, maldije mil veces más el sonido de aquellas partículas minúsculas estrellándose contra los adoquines. Todo a mi alrededor me molestaba, me exasperaba hasta la locura. No tenía frío aunque era invierno. Tampoco me sentía mojado aunque tenía la ropa empapada por completo. Caminé calle abajo con la vista fijada en un objetivo, moviendo mis extremidades inferiores de forma autómata, sólo tenía la vista fijada en un objetivo, tan sólo en uno. Obsesionado, irascible y con sed de venganza. ¿Por qué? Revoloteaba aquella pregunta en mi mente, paso tras paso, calle tras calle. ¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Los ejecutivos acudían a sus puestos de trabajo, inundaban la calle con su caminar apresurado y sus maletines de piel. Y vaya paso firme que llevaban, completamente seguros de sí mismos, esa seguridad que regala el dinero. Otros montaban en coches realmente lujosos, potentes, totalmente impolutos como espejos, un verdadero sueño con ruedas. Y qué decir de sus ropajes, impecables, pensados hasta en el último detalle o complemento. Abrigos de visón para las damas, trajes de los diseñadores más prestigiosos de Europa para los hombres y los niños copias idénticas unos de otros en el vestir, los mismos atuendos del colegio más caro de la ciudad. Se creían superiores al resto de la humanidad pudiendo disfrutar de aquellos caprichos, podían tutear a los mismísimos dioses mientras giraban la cara hacia otro lado delante de las adversidades de los demás mortales. Pero, estoy seguro de que nunca se preguntaron si eran felices realmente, porque ya lo daban por hecho aunque no lo fueran. Yo, aquel día, un intruso en su mundo, todavía los envidiaba, anhelaba poseer su poder. Quería impregnarme de su falsedad.

Me miraban y me despreciaban. Aquellas miradas de superioridad me quemaban el alma. A sus ojos no era más que un desgraciado sin dinero, un parásito de la sociedad, una lacra que habían de erradicar. Anduve más trecho en aquella avenida plagada de hipocresía y coches lujosos. Estuve sorteando aquellos cuerpos encorbatados, evitando tocarlos, ni siquiera me atrevía a rozarlos por si entraban en cólera. Y es que lo reconozco, me había convertido en un desecho social, en un vertedero andante. Pero yo no era pobre como ellos pensaban, ni un vagabundo que acababa de salir de una casa de beneficencia. Yo, era producto de una venganza, de una jugarreta pueril. Sí, de eso se trataba, de una jugarreta y todo se arreglaría. Claro que se solucionaría. Algo había fallado, porque en aquellos momentos había de ser tan rico como ellos. La maldita bruja me engañó. Me vendió un frasco falso. Ese líquido no servía para hacerte millonario, no era un reclamo de billetes verdes como me había prometido. Necesitaba aferrarla por el cuello con mis propias manos y escuchar de su boca palabras de piedad, o escuchar el chasquido de sus huesos bajo mis palmas. El efecto que me produjo el liquido era repugnante. De mi boca salía un aliento a cebolla, de mi cuerpo un olor rancio a queso pasado y en la cara, eso era lo peor, aparecieron una serie de erupciones tan grandes como canicas. Lloraba de impotencia mientras lo salado de las lágrimas se mezclaban en mi rostro con las gotas de lluvia.

Entré a la tienda de la bruja atropellando la puerta y me detuve en el umbral, mojando los azulejos bajo mis pies. Ella, levantó la vista de la bola de cristal y me dedicó una mirada escudriñadora.
—Maldita bruja —le grité—, devuélveme mi dinero.
—Te estaba esperando—me dijo con total parsimonia.
—Mírame la cara—le dije señalándola.
—Estas bien guapo, como un cerdo recién salido de la pocilga.
—¿Cómo te atreves? Ahora soy más desgraciado que antes. Me has arruinado la vida, y encima te ríes de mí en mi propia cara.
—Yo no tengo la culpa.
—¿Qué? Pero si me vendiste este frasco —le tendí un bote de cristal de las dimensiones de un frasco de colonia.
—Era tan sólo un frasco de agua de colonia.
—¿Reconoces que me has timado y no te reconcome la conciencia?
Estaba a punto de estallar. Me sentía engañado y traicionado. Odio las burlas, odio que me dejen en ridículo. Se había mofado de mi único sueño: ser rematadamente millonario.
—Necesitabas una buena lección. Aquí tienes tu dinero —y sacó de un cajón de la mesa un fajo de billetes usados.
—No quiero mi dinero, quiero ser millonario, quiero que desaparezca este hedor de mi cuerpo, quiero volver a tener un rostro uniforme.
—Yo ni adivino el futuro, ni hago pociones mágicas, ni creo milagros. Tan sólo digo a la gente lo que quiere escuchar, les ayudo emocionalmente, les hago sentirse mejor. Y para ti lo único que tengo es un poco de trabajo. Con trabajo y ahínco conseguirás alcanzar ese sueño.
—¿Pero que pasa con este olor? —le dije desesperado.
—Eso no es consecuencia de mi frasco, ni es de mi incumbencia.
—¿Cómo que no? Tú eres la única culpable —le dije apuntándole descaradamente con el índice.
—Yo no tengo nada que ver en este asunto. Yo no existo, ni el frasco de colonia. Somos producto de tu imaginación, somos una excusa a tus problemas. La podredumbre que emana tu cuerpo es la culpable de ese hedor. Es tu corazón que alberga odio y envidia el que causa las erupciones de tu cara. Anhelas lo que tienen los demás, anhelas la recompensa que han conseguido otros a cambio del sudor de su frente y rezumas envidia por cada poro de tu piel. Y la envidia apesta y tu piel no soporta ese corazón podrido. No puedo ayudarte. Ahora vete de aquí, que me estas envenenando toda la habitación.

Entonces desperté. Me palpé la cara y me sobresalté. Tenía el rostro repleto de pequeñas erupciones. La habitación estaba cargada de un olor extraño, repulsivo. El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando?¿Cómo había llegado a aquella situación?

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