viernes, 1 de febrero de 2008

8.-Aún así, lo celebro

Viajando por Europa, nos detenemos en Alemania. Siendo un poco más precisos, en Colditz. Un pequeño pueblo situado junto a Leipzig y no demasiado alejado de Berlín. Permanece en la actualidad, inhabitado aunque bien conservado en lo alto de un promontorio, el conocido Castillo de Colditz, donde tuvo lugar un suceso único.
Sin movernos de allí, retrocedemos en el tiempo y hacemos parada en la víspera del invierno de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial. El castillo gozaba, en aquel entonces, de rebosante actividad pues alojaba a gran cantidad de huéspedes muy especiales. Y es que, realmente, no se trataba de castillo alguno, sino de una prisión. Una cárcel donde se encontraban los prisioneros aliados (muchos de ellos oficiales de muy importante nombre y peso en el ejército) que habían conseguido escapar alguna vez de otras prisiones del imperio alemán pero que habían vuelto a ser capturados.
Se consideraba la más segura de las cárceles alemanas, consideración que no tardaron algunos intrépidos reclusos en desacreditar. Desde 1939, que fue el inicio de este encarcelamiento de oficiales “escurridizos” del ejército aliado, tan sólo tres hombres pudieron huir de allí y llegar a territorio no hostil, pues los pueblos colindantes a Colditz pertenecían a la Alemania nazi, con lo que estaban infestados de soldados que vigilaban y patrullaban las calles constantemente. Algunos presos lograron escapar pero no superar aquella constante vigilancia, por lo que fueron capturados y devueltos al castillo. Los tres que lograron llegar a Suiza, que era entonces un país neutro, lo hicieron gracias a la obtención de documentación falsa y vestimenta alemana.
Sin embargo, había algo que impedía a los alemanes ejecutar a los fugitivos que eran capturados: aquellos eran miembros importantes del ejército aliado, y servirían como rehenes o como monedas de cambio en caso de que torcerse la situación, lo que les hacía útiles en vida, pero inservibles si resultaban muertos. Los reclusos disponían de tiempo libre y actividades de ocio. Incluso se les proporcionaba alimentación digna.

Aquella mañana del 5 de diciembre, extremadamente fría y pálida, volvía a su habitación Jens Michael Kraft, un guardia alemán encargado de vigilar los pasillos de las celdas de siete prisioneros. Eran tres británicos, tres franceses y un holandés. Jens había pedido encarecidamente realizar su turno de aquel día de doce horas (desde las ocho de la noche, hasta las ocho de la mañana siguiente). Sorprendió a sus compañeros no sólo el hecho de solicitar el turno de doce horas, sino las ganas con las que lo hizo.
Sorprendentemente, el soldado Kraft subió primero hasta el tercer piso, donde se encontraba el despacho de su Coronel Kophamel, y finalmente descendió hasta el primer piso, donde tenía su habitación. Entró en ella para no volver a salir nunca más.
El Coronel Kophamel, que empezaba a trabajar en su despacho sobre las 8:15 horas de la mañana, subió desde su habitación, situada en el segundo piso(mucho más grande y cómoda que la de los soldados), hasta su despacho. Estaba aún nervioso y sudoroso, pues había estado soñando esa noche que era fusilado a manos de los británicos, pero despertó exaltado en cuanto oyó el disparo, por lo que se libró de ver su cuerpo tirado sin vida en aquella ladera, víctima del enemigo. Pero aquello fue sólo una pesadilla. O eso pensaba.
Kophamel abrió la puerta de su despacho, y sus ojos se fijaron en un extraño sobre situado frente a él, tirado en el suelo, en el que se leía la frase “Für Herr Kophamel”(para el señor Kophamel). Era demasiado temprano para haber recibido carta alguna, y además aquel sobre era distinto a los que acostumbraban a llegar desde otros despachos. Todo eso le inquietó. Cogió el sobre y situándose de pie junto a su mesa, lo abrió, dejando la puerta abierta, y comenzó a leer la carta que había en su interior:
“Señor Kophamel:
Sepa usted que durante bastante tiempo he creído firmemente en un ideal concreto. He considerado como certera y apropiada la forma en que el partido nacional socialista de Hitler veía al mundo y al hombre, y la he apoyado con credibilidad y esperanza pues consideraba que representaba perfectamente mis ideas y creencias.
Pero mi confianza y mi fe se vinieron abajo cuando se cambiaron las palabras por las armas, y los argumentos políticos por armamento militar. Yo no voté a Hitler con este fin. No me considero ningún dios, por lo que no acepto el derecho que se me quiere otorgar de juzgar sobre la vida o la muerte de alguien, ya sea civil, prisionero, fugitivo o un esclavo en un campo de concentración. Sin embargo, me he visto abocado a esta situación, incluso me he sentido condenado a una muerte segura si no formaba parte de este ejército que siembra el terror entre el pueblo judío y otros pueblos vecinos del mundo. Por ello, y contra mi voluntad, me he sentido mensajero de la muerte y he visto caer a gente perforada por balas que llevaban mi nombre.
Cada vez que mato, me siento más alejado de aquello a lo que aspiraba a ser. Me siento cada vez un ser más despreciable. El más despreciable de cuantos habitan en este mundo.
Me he sentido engañado, estafado por los que han gozado de mi confianza y mi apoyo. Ellos han utilizado el poder que le hemos dado sin atender al “porqué” se les ha dado. Me siento avergonzado de ser quien soy y también de ser alemán. Espero que el mundo sepa que muchos de los que estamos en este lado desearíamos no ser incluidos en el mismo bando al que la gente llama nazis, pues desde que sus banderas se convirtieron en rifles ya nada nos une a ellos.
Así pues, yo también he querido hacer uso del poder que se me ha confiado para tratar de marcharme con menor dolor del que ahora sufro. Y lo siento, pero el mayor damnificado será usted, pues es el responsable directo de los siete presos alojados en la planta baja a los que custodio y vigilo en mis turnos mientras me paseo frente a sus celdas.
Seré directo: los siete presos ya no están. No es que yo les haya permitido la huída, sino que además les he ayudado a emprenderla.
Coronel, quiero advertirle de que son auténticos genios. Son gente muy preparada e inteligente, y logran sacar provecho de cuanto tienen. Los conocimientos y los recursos con los que cuentan son propios de los mejores ingenieros. Yo mismo he visto el túnel y le aseguro que es una auténtica obra de arte. Tiene entramado eléctrico, y una consistencia y estructura inigualable.
Se ha querido demostrar que el ejército alemán tiene la fortaleza más inexpugnable y segura de cuantas se conocen y de la que los oficiales aliados más curtidos en fugas no podrían soñar en traspasar. Pero lo que se ha demostrado es que han cometido el mayor de los errores: encerrarlos a todos JUNTOS entre las mismas paredes. Trabajan en equipo, y esto les hace ser tremendamente peligrosos. Son capaces de ingeniar planes complejos y saben de su condición de “intocables” dentro de unos límites. La mayoría de ellos se lo toma como una diversión, como un reto. Y cuando reciben noticias positivas del trabajo de las tropas aliadas en combate, llenan sus corazones de optimismo y ganas para seguir adelante con su estrategia de huida. Para estos hombres unos muros y unas alambradas no conforman una prisión.
Llevaban trazando el plan desde hacía más de 9 meses. Es por eso que pedí insistentemente el turno de doce horas, pues ellos comenzarían la huida del día acordado (hoy) a las 8:01, es decir, en cuanto yo estuviera allí y les diera luz verde para comenzar la huída. Por tanto, Coronel, les llevan más de doce horas de ventaja. Posiblemente no hayan necesitado más de dos para recorrer el túnel que han estado cavando durante casi un año, con lo que se encontrarían fuera del castillo bastante antes de las 3 de la madrugada. Son auténticos…”
— Señor. – Kophamel no se había dado cuenta de que seguía allí de pie, inmóvil, y no oyó tampoco llegar a su secretario, Tobias Thurk, que le observaba atentamente.— Señor, ¿le pasa algo? Está usted pálido y tiene usted muy mala cara.
En ese instante llegó corriendo por el pasillo un soldado, con rostro desencajado y fatigado tras la carrera.
— ¡Coronel! ¡Coronel! ¡Los presos de la planta baja han desaparecido!
Entonces el secretario comprendió que había relación entre lo que leía Kophamel en la carta y la contundente noticia. Sin embargo, el Coronel volvió a fijarse en el papel y continuó leyendo, como si nada hubiera pasado, ante la perplejidad de los presentes:
“Son auténticos luchadores, tremendamente eficaces y sacrificados. No podrá alcanzarlos, pues pequeñas organizaciones aliadas ocultas en los pueblos de alrededor de Colditz les esperan con cobijo y protección para darles. Les he proporcionado catres de hierro y madera para cavar sus túneles. Les ayudé con los planos del recinto. Les proporcioné documentación falsa como civiles para traspasar las fronteras y atravesar los pueblos. No obstante, no hubiera podido conseguir esta documentación sin la ayuda de otro compañero y amigo que me la proporcionó, que compartía mis pensamientos y era conocedor también de todo el plan. Usted mismo lo conoce.
Les he proporcionado una brújula, agua, dinero y comida para la huída. También les he entregado todas mis ropas: las de soldado (los dos uniformes) y de civil. No es gran cosa, pero sé que mentes tan clarividentes como estas harán buen uso de ello.
Tal vez, Nuestro Señor, ha querido utilizarme, por última vez, como herramienta para castigar a algunos de aquellos que han formado parte de las barbaridades cometidas por este repugnante ejército, que destruye lo que Él mismo crea. Si lo ha estimado así, créame que lo celebro, aun siendo usted quien sufre las consecuencias.
Que Dios se apiade de su alma, Coronel Kophamel, como así desearía que hiciera con la mía.
Hasta siempre.
Jens Michael Kraft.”
Acto seguido, el Coronel levantó la cabeza con una mirada furiosa y aterrorizada al mismo tiempo, pues temía saber lo que le esperaba. Fuera de si, salió rápidamente del despacho, empujando a su secretario y al soldado que habían permanecido allí mirándole, atónitos, y se lanzó escaleras abajo con gran celeridad y sonoras pisadas.
Inmediatamente, ambos dos salieron de su estado de perplejidad y siguieron rápidamente los pasos de su Coronel.
En cuanto llegaron a las escaleras del primer piso oyeron un portazo, y fueron directos hacia el origen de aquel ruido. Otro soldado se había incorporado a la carrera tras oír el alboroto que se había levantado. Alcanzaron los tres entonces la habitación del primer piso que tenía la puerta abierta.
Vieron allí la espeluznante escena del Coronel Kophamel, totalmente desquiciado y descontrolado, sacudiendo el cuerpo inerte de Jens Michael Kraft, que sólo llevaba puesto ropa interior, y que al parecer había decidido acabar con su vida con su Kark98, atravesando con un disparo transversal su cráneo.
—¡Maldito desgraciado hijo de puta!¡Desgraciado!¡Me has jodido la vida!¡¡Me has jodido!!¡¡Maldito judío!!¡Seguro que eres judío! ¿Verdad?—de sus ojos brotaban las primeras lágrimas— ¡¡Contesta judío!!¡¡Contesta!!—hizo una pausa. Luego ya no pudo más y se dejó caer sin fuerzas sobre el cadáver, gimiendo, estrujando la carta entre sus manos manchadas de sangre mientras susurraba algo indescifrable.
Aquellos gritos y golpes habían reunido ya a bastante gente en la puerta de aquella habitación, pero de lo que nadie se percató entre toda esa gente, es que los ojos del secretario Tobias Thurk reflejaban satisfacción y pena en la misma mirada.

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