domingo, 3 de febrero de 2008

10.-El vigía

Aquello era un desastre. El cuerno del Vigía del sol se acababa de romper. Era un objeto milenario que había pasado de generación en generación, de padres a hijos. Pero aquella noche, mientras se preparaba para esperar el momento en que debía llamar al sol, ocurrió el accidente. Debido al desgaste de la tomiza que lo sujetaba, se le cayó al suelo desde lo alto de la majestuosa torre que utilizaba para llamar al astro todos los días. El cuerno, de madera, se golpeó duramente contra una roca, partiéndose por la mitad en dos pedazos casi iguales.

- ¡Qué tragedia Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Cómo va a venir el sol si no puedo llamarlo? ¡Será siempre de noche! ¡Qué desgracia…! – Se lamentaba el vigía ante el resto de la aldea.

“Lo arreglaremos” o “el herrero construirá otro de hierro”… eran frases que escuchaba de labios de sus vecinos, los cuales trataban de consolarlo de todas las maneras.

Pero él no los escuchaba pues estaba demasiado angustiado, sabía que si no podía llamar al sol el mundo se moriría. Todas las flores, animales y hombres perecerían debido al frío y a la tristeza.
Estuvieron horas pensando en que hacer, como arreglar aquel percance. De vez en cuando, el vigía se echaba al suelo de rodillas sollozando y lamentándose.

En uno de esos momentos algo ocurrió. A lo lejos, detrás de las nevadas montañas del este, empezó a aparecer un brillante haz de luz que iluminaba el, hasta entonces, oscuro cielo. Nadie se lo podía creer, era el sol. ¿Cómo era aquello posible? Si el cuerno estaba roto y nadie pudo llamarlo. Minutos después de nuevo, como todas las mañanas, el astro ascendía en toda su plenitud. Aquello era increíble. Algunos saltaban, gritaban o se abrazaban; mientras que otros daban gracias a Dios o lloraban de alegría. Todos estaban eufóricos, salvo él.

Desde hacia muchas generaciones, la exclusiva labor de su familia en aquella aldea había sido tocar el cuerno cada amanecer. Hasta aquel día, él era el vecino con la tarea más importante del lugar pues, sin su trabajo, todo lo conocido sucumbiría ante la oscuridad. Si lo hubiera sabido no habría perdido el tiempo con aquello. Ni su padre, ni su abuelo, ni su bisabuelo, ni su tatarabuelo. Pero claro, a huevos vistos, macho es.

El Vigía tenía preguntas: ¿Cómo había sucedido aquello?, ¿quién lo había llamado de tal forma que los visitara a ellos también? Necesitaba respuestas y se vio en la obligación de salir a buscarlas. Se echó el atillo al hombro y se encaminó hacia las montañas desde donde surgía la luz por la mañana.
La gente salió al camino a despedirlo entre lloros y lamentos, pues era un hombre muy querido, y el prometió que no volvería sin una respuesta. Los lugareños sabían que fuera de las murallas el mundo era bastante peligroso pues ningún aventurero que osó abandonar la aldea, había regresado.

Caminó varias noches y días seguidos. Surcó angostos caminos, escaló pequeñas montañas y cruzó ríos caudalosos sin apenas probar bocado. Al menos, no se había encontrado con ningún ladronzuelo o animal salvaje. Una de esas tardes, cuando cruzaba un espeso bosque tapizado con las hojas resecas propias del otoño, las fuerzas le abandonaron y el cansancio acumulado hizo que se desvaneciera.

No supo cuanto tiempo estuvo dormido, pero por lo menos habría pasado medio día completo, pues el sol era mañanero. Lo despertó una suave melodía procedente de un lugar cercano. Con los huesos entumecidos se levantó como pudo y se dirigió hacia ella embelesado por un sonido tan hermoso. Se fue acercando más y más hasta que, tras apartar un par de arbustos, vio al hombre que tocaba la flauta de aquella manera. Era un muchacho joven, extremadamente delgado y con ciertos rasgos de feminidad en el rostro. Cuando se acercó a él, el hombre cesó su tarea y le dio los buenos días:

- Buen día…soy El Vigía ¿Quién eres tu? – Preguntó.
- Soy un juglar de la ciudad y he venido a este lago para ensayar mis canciones. – Respondió.
- ¿Qué es un juglar?
- ¿De veras no lo sabes? Verás, un juglar es una persona que se dedica a divertir a otras. Canta, baila, toca la flauta o cuenta historias para entretener a la gente en estos aciagos tiempos.

El Vigía lo miró extrañado. Cómo podía alguien perder su tiempo tratando de divertir a la gente, con la de tareas que tendrían que hacer en una ciudad. Al ver la cara del visitante, el juglar decidió contarle una historia…

- Te voy a contar un suceso que acaeció en este precioso lago hace mucho, mucho tiempo. – El hombre le señaló el lugar.

Por primera vez desde que se acercó al hombrecillo, el vigía se fijó en la gran laguna que estaba frente a él. Su agua era cristalina y pura, y en su interior nadaban peces de todos los colores existentes. Embelesado por el paisaje pidió que la historia le fuese contada.

- Como te decía, hace mucho, mucho tiempo, vinieron a este lago a bañarse la tristeza y la furia. Las dos se quitaron sus vestimentas y se metieron en el agua. La furia, apurada (como siempre está la furia) y frenética, se bañó rápidamente, y salió del agua. Pero, como sabes, la furia es ciega, o por lo menos no distingue bien la realidad, así que al salir se puso la primera ropa que encontró. Y resulta que el vestido era el de la tristeza. – El juglar paró un momento para ver el rostro del oyente. Sin duda, era la misma tez de asombro que la que tenía cualquier niño de la ciudad cuando escuchaba sus fábulas.

- Mientras, la tristeza, calmada y serena, y dispuesta siempre a quedarse en el lugar donde está, terminó su baño. Y, de manera sosegada salió del agua. Observó que su ropa ya no estaba y, como bien sabes, lo que menos le gusta a la tristeza es quedarse desnuda. Así que se puso la única ropa que había, la de la furia.
Cuentan que desde entonces, muchas veces nos encontramos con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si miras bien, te darás cuenta que debajo del disfraz de la furia, en realidad…está escondida la tristeza. *

El juglar acabó su cuento y se quedó mirando al vigía. Éste, silencioso y pensativo empezó a comprender que el trabajo de aquel hombrecillo podía llegar a ser tanto o más importante que otro cualquiera. Entretener a la gente cuando ésta está angustiada con sus problemas y tareas, puede ser una labor tan meritoria como recoger la cosecha o cuidar a los animales. Él regalaba alegría a la gente, como hacía el vigía antes de aquel desgraciado día.

- Bueno, caminante, me tengo que marchar para coger sitio. Si no cualquier otro podría ocupar mi lugar. – Dijo algo molesto pues el otro no había hecho, siquiera, amago de entregarle alguna moneda.
Tras decirle esto se marchó hacia el pueblo. El vigía pensó que en la ciudad obtendría respuesta a la pregunta que lo había hecho salir de su querida aldea, por lo que decidió acompañar al muchacho.

Llegaron al atardecer. La impresionante muralla exterior, ya aventuraba una ciudad grandiosa. Una vez dentro, los ojos del vigía se abrieron como platos, impresionados ante la gran cantidad de gente que andaba de un lugar a otro. El juglar se instaló en una esquina y empezó a tocar la flauta para atraer a la gente. Era el momento de separarse y buscar respuestas. Le preguntó a un anciano que dónde podría encontrar al hombre más sabio de aquel lugar. El hombre lo miró extrañado y le señaló el castillo que gobernaba, desde lo alto de un pequeño monte, toda la ciudad. El vigía agradeció la información y se encaminó hacia la construcción.

Desgraciadamente, en la puerta había una hilera interminable de gente esperando a ser recibida, por lo que se situó al final de ella y esperó su momento. Cuando, prácticamente la noche se le echaba encima, llegó su turno. De hecho, sería el último en ser recibido, por lo que se escucharon leves protestas del resto de la fila. Entró al castillo acompañado por dos soldados. Cruzaron, al menos, media docena de largos pasillos adornados con toda clase de pinturas y trabajadas cortinas, y otra media docena de habitaciones fantásticamente detalladas. Llegaron a una gran portezuela y le hicieron detenerse. Miraron su atillo y debajo de sus ropajes con el fin de asegurarse que no portaría arma alguna. Tras ello, el hombre entró en la sala de visitas.

Frente a él se encontró con tres personas. En el centro, sentado en un gran trono, un hombre maduro con una larga capa roja, un vestido blanco perfectamente detallado y una especie de corona dorada cubriendo sus oscuros cabellos. A su lado estaba acompañado por dos ancianos: uno extremadamente delgado con una puntiaguda barba blanca, y otro, algo más joven, bien afeitado y con apenas una matita de pelo en la coronilla. El hombre del centro se dirigió a él…

- ¿Quién eres y qué quieres de tu rey?
- Soy el vigía de una lejana aldea, señor. Y vengo porque hace poco ocurrió una gran desgracia allí.
- Como deberías saber, no acostumbro a atender problemas que no afecten a mi ciudad…no obstante, si esa desgracia es tan grande, te pido que me la cuentes.
- Pues verá señor, resulta que una noche, cuando esperaba a que llegara el amanecer, para tocar mi cuerno y que el sol saliese… este se cayó con la enorme mala fortuna de que se rompió en dos pedazos. – El vigía sacó el objeto partido de una saca y se lo enseñó a los tres hombres. Tras ello siguió hablando…
- Quisiera que me arreglaran este cuerno y, si no fuera posible hacerlo, que me dieran otro para sustituirlo.

Tras las palabras del hombre los tres se miraron atónitos, hasta que el rey se llevó la mano a la boca y soltó una gran carcajada…

- ¿Un cuerno para llamar al sol? Ja, ja. ¿Pero qué dice? ¡Está loco! Ja, ja ¡Llévense a este chiflado de aquí!

Todos en el gran salón reían, salvo el hombre más anciano que se apenó por él. Decidió acompañarle fuera y, gracias a sus conocimientos de astronomía, le explicó porque salían el sol y la luna todos los días. Tras escucharle y despedirse de él, el vigía se echó a llorar. ¿Cómo iba a explicar aquello en la aldea?, ¿cómo decirle a la gente que tanto lo amaba y respetaba que ni su labor ni la de su familia había valido nunca para nada? Durante toda la noche estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que encontró la solución.

A la mañana siguiente, recorrió todos los puestos del gran mercado de la ciudad, hasta que encontró uno que tenía unos cuernos metálicos ornamentados con pequeñas piedras de colores. Cambió uno por unas alforjas que llevaba en el atillo y se encaminó hacia su aldea.

Cuando llegó allí, días después, fue recibido cariñosamente. Una vez pudo reunir a todos en el centro de la aldea, les explicó como había llegado a una ciudad lejana, esquivando miles de peligros. En ese lugar había otro vigía que al escuchar su tragedia, le regaló el cuerno metálico que les estaba enseñando. Este hombre también le dijo que debería tocarlo todos los amaneceres, puesto que al sol había que llamarlo entre muchos vigías, si no corrían el riesgo de que no les escuchara y no acudiese.

Una vez terminado su discurso la gente, temerosa, le ofreció comida y aposento, a la vez que le rogaba que siguiera llamando al astro todos los días. Así pues, el vigía, el hijo del vigía y el hijo del hijo del vigía siguieron soplando el cuerno todos los amaneceres.


* “La tristeza y la furia” es una fábula perteneciente al libro “Cuentos para pensar” de Jorge Bucay,

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