lunes, 4 de febrero de 2008

12.-El soñador de la vega

En los viejos años de nuestro tiempo, cuando aún se levantaban los castillos, un niño llamado Keil, bajaba todos los días a la vega del río, le encantaba tirar piedras alisadas al agua y ver como éstas viajaban entre saltos por su superficie hasta que, por fin, en un último chapoteo se hundía hasta las profundidades de su cauce. Keil era un niño, muy alegre, risueño y soñador. Su tez era blanca, su pelo rubio, y sus ojos verdes como el hermoso y frondoso bosque que le rodeaba. No era muy alto para su edad, ya tenía siete años, pero eso lo compensaba con creces con su enorme inteligencia. Era el hijo de una familia muy humilde, su padre era un campesino que labraba los campos de un noble señor a las afueras del castillo, que majestuoso se alzaba sobre un escarpado monte, dicho castillo tenía cinco torres, todas ellas eran blancas, pero la torre central era extremadamente bella, su brillo al golpear el sol era totalmente indescriptible.

Keil tenía dos amigos, Nella y Henrick. Los tres siempre se reunían en el viejo puente romano que cruzaba el río a la altura del camino de Elgar. Elgar era la capital del reino, allí todos los gremios se reunían para abastecer a los cortesanos y sobre todo al rey Dorin de Ladoira. Los niños competían entre sí para ver quien lanzaba las piedras más lejos. Sin más aspiraciones en sus vidas que labrar los campos que ahora sus padres con afán trabajaban, siquiera apenas se atrevían a soñar con llegar a ser caballeros de la corte del rey, a quien jamás habían visto. Pero Keil parecía diferente, por cada piedra que lanzaba miraba al horizonte, siempre más allá, soñaba que él podría llegar a ser la piedra que alcanzara la lejanía. Sólo tenía siete años.

Tras unas horas jugando en el puente, se aproximaba la guardia de su señor, terminando de hacer la ronda vespertina. El sol yacía bajo en el horizonte, pronto las sombras nocturnas harían su aparición. Cuando los guardias llegaron a la altura de los niños se pararon junto a ellos y los reprendieron.

- ¿No deberíais de estar ya en vuestros hogares? ¿Qué hacéis jugando todavía? Pronto se va a hacer de noche, y la noche es muy peligrosa, vamos a casa, todos. Os acompañaremos.

- Mire, señor -dijo Keil con algarabía mientras sujetaba una piedra con su mano y la lanzaba fuertemente por el puente. La lanzada fue tal que llegó más lejos de lo que siquiera Keil hubiese imaginado. El guardia quedó impresionado por la magnitud del lanzamiento.

- Una buena lanzada ¿Qué edad tienes muchacho?

- Siete años, señor -respondió Keil con alegría tras su hito conseguido.

- ¿¡Solo siete años!? ¿De quien eres hijo?

- Mi padre es un campesino, señor. Se llama Tud.

- ¿Y cual es tu nombre, hijo?

- Mi nombre es Keil, señor -contestó rebosante de felicidad.

- Keil, hijo de Tud, el pequeño gran lanzador de piedras -dijo Klent, el capitán, mientras bajaba de su caballo-. Toma esto es para ti y esto de aquí es para tu padre, no lo abras hasta que llegues a casa, ¿de acuerdo?

- ¡Sí, sí, claro que sí, señor! ¡Muchas gracias, señor, gracias! -gritó Keil entre saltos de alegría, pues había recibido una pequeña bolsita para él y un sobre cerrado para su padre.

Cuando ya todos regresaron a sus respectivas casas, Keil entró por la puerta gritando de alegría. Su madre algo preocupada ya estaba preparando la cena. Su padre entraba tras él, y lo cogía por sorpresa en brazos. “¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes!” decía Keil mientras Tud, su padre reía mientras jugaba con él.

- Bueno hombrecito, hoy vengo con un hambre atroz ¿y tú?

- ¡Pues yo vengo con esto! -gritó Keil mientras mostraba a su padre la bolsa y la carta que le entregó el guardia-. Esto me dijo que era para ti.

- ¿Quien? Hijo mío, no deberías de aceptar cosas de extraños.

- ¡Me lo dio Klent! ¡Era el capitán de los guardias, papá!

- ¿¡Klent!? A ver… ¡Oh Dios santo! ¡No puede ser! ¡Emelin, ven mira esto! -gritó sorprendido Tud a su esposa Emelin, la madre de Keil.

- ¡Oh Dios mío! ¡No puede ser cierto! -exclamó Emelin.

- ¿Que pasa? ¿Qué pasa? -dijo Keil extrañado y algo nervioso.

- Hijo dame un abrazo -dijo Tud con lágrimas en los ojos. Keil abrazó a su padre, aún sin entender que pasaba, su madre también se unió a ellos.

- Pero, papá ¿que es lo que pasa?

- Hijo mío, en el interior de este sobre se halla la insignia de Lord Tronar, el ser portadores de su insignia nos da derecho a morar dentro del castillo, hijo mío, sí con los mismísimos cortesanos ¿Sabes lo que eso significa hijo mío?

- ¿Qué? Padre.

- Nunca serás un campesino como yo. Tendrás una educación hijo mío, te han recomendado para ello. Hijo mío, podrás llegar a ser un día caballero, júrame en este día que aprovecharás esta oportunidad.

- ¡Lo haré! -dijo Keil resuelto levantando su mano derecha.

- Muy bien, hijo mío, no espero menos de ti.

- Papá ¿puedo ver lo que hay en mi bolsa? -pregunto Keil con mucha curiosidad.

- Sí, claro, por supuesto, hijo mío, ábrela a ver lo que hay ahí dentro.

- ¿Y esto? ¿Papá para que sirve esto?

- ¡Mil gracias al capitán Klent! Con esto ya tenemos más que suficiente. Emelin recoge todo cuanto tengamos ¡Nos vamos mañana mismo para el castillo!

- Pero ¿cómo? No tenemos medios siquiera para ir. Hasta que no venga el capitán.

- No hace falta, mira todo este oro, ¡ya podemos comprar una carreta y hasta un caballo para llevar nuestras cosas! -gritó Tud de alegría-. El resto lo guardaremos todo para Keil.

Y así fue como Keil, por el lanzamiento de una piedra llegó a convertirse más tarde en caballero, un niño soñador, que nunca renunció a sus sueños. Sino que supo mirar más allá como aquella piedra que lanzó, que al final llegó a la lejanía. Así los sueños pueden llegar a cumplirse, si luchamos por lo que soñamos como aquel niño de sólo siete años.

Fin

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