viernes, 1 de febrero de 2008

9.-Cien años de perdón

“Año de nieves, año de bienes”. Se dijo Willy mientras salía a la calle bien abrigado. El frío era atroz y la nieve que caía no mejoraba el panorama. Su chaqueta no era lo suficientemente gruesa. El resultado fue otro refrán: “Cuando el grajo vuela bajo…” pensó. También sopesó que esa chaqueta bien podría ser cambiada por un caro abrigo en un par de días. Si todo salía bien, claro. Por el momento no tuvo más remedio que colgarse su pliego de cupones como de costumbre, ceñido a la pechera de su abrigo.
Willy “Moraleja” como le llamaban, cuarentón, de talante optimista y alegre. Era vendedor de cupones. También era cojo. Dos cosas que se complementaban de forma inapelable, el día que perdió la movilidad de su pierna izquierda en un accidente de coche no era más que un preámbulo de lo que más tarde haría. Vender boletos. Encogido por el frío se dirigió hacia el pequeño y claustrofóbico cubículo en el que cada día atendía a sus numerosos y variopintos clientes. Ahora le tocaría atravesar la galería de alimentación, antesala del “cubil” como le gustaba denominar al pequeño puesto de venta.
—¿Ya vas al tajo Willy? —le saludó Pepe, el recio y bonachón frutero.
—A quien madruga Dios le ayuda amigo.
— Un poco pronto me parece para vender suerte, “Moraleja”— le dijo con sorna Braulio el carnicero, “no tanto en cambio para cortar carne”, pensó segundos más tarde.
Willy se paró en seco y arrastrando su maltrecha pierna izquierda se volvió hacia Braulio, le dijo:
—Ya sabes lo que dice el refrán, la buena suerte se pasa, y el saber se queda en casa.
A Willy le gustaban los refranes. La estantería de su salón era una enciclopedia de refraneros y recopilaciones de proverbios. Siempre tenía alguna frase hecha o dicho popular en la boca, y se enorgullecía de ello. Le gustaba avergonzar con saber, a los que con petulancia le trataban de minusválido. Y no dejaba pasar una oportunidad de aleccionar a los que pretendían humillarle con bromas pesadas.
—¿Sabes Braulio?, colocando la carne antes de las ocho de la mañana no va a parecer más sabrosa, de hecho tiene una pinta horrorosa. Aunque la mona se vista de seda…
—¡Vete a la mierda cojo estúpido! —le gritó Braulio mientras le lanzaba algo.
—¡Vale!, Pero recuerda que “no por mucho madrugar amanece más temprano” — respondió Willy mientras esquivaba el O.v.n.i, un hígado de ternera. No quiso hacer más sangre, por la tarde había quedado en recoger dos estupendos solomillos para la cena. Para la celebración. Para el comienzo de una nueva vida. Willy sabía que esa misma tarde podía cambiar su destino. “El dinero no es nada, pero mucho dinero es otra cosa” volvió a pensar. Era un refranero andante.
Mientras caminaba repasó mentalmente el plan. Era sencillo, todo se le puso de cara dos días atrás, cuando cayó uno de los premio del sorteo del Niño en su humilde administración. Se podría haber puesto más de cara si hubiese tenido la picardía de haberse reservado para él uno de los cupones. Recordó que había actuado como si él hubiese sido uno de los afortunados. Hasta lo celebró con algunos de sus clientes en el bar de Alfonso. Pero aún no estaba todo perdido. El cupón de Luisa era la clave. Casi podía verse en el avión rumbo al Caribe, con los bolsillos llenos y tarareando el “Born to be Wild” de los Steppenwolf. Eso le hizo sonreír. Ese cupón tenía que ser suyo esa misma tarde. Sabía que en su vida tendría una oportunidad como aquella. Luisa había comprado uno de esos cupones. Se acordaba perfectamente. Mientras estaba consumando la venta del boleto llegó la Parca a hacer de las suyas. Una vecina suya llamada Lola, llegó corriendo a voz en grito dándole la noticia de que un hijo suyo había sido atropellado. La misma Lola (indiscreta como pocas) le contó al día siguiente (entre otras muchas y banales cosas) que había dejado todo tal cual en su casa y se había ido corriendo al Hospital. Y lo más importante, lo crucial de toda esa perorata:
Le dijo que se le había olvidado coger el bolso.
Nadie tenía manera de saber que uno de los cupones premiados, era el que compró ese desdichado día Luisa. Ni siquiera ella misma. “Como dijo Winston Churchill: un optimista ve una oportunidad en toda calamidad; un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad” se dijo para sus adentros Moraleja. Andaba lo más rápido que podía, mientras pensaba en los pormenores que se le podían presentar una vez entrase en materia. Abrió la portezuela del cubil, siguió meditando:
“Vamos Willy, a las siete de la tarde, es el mejor momento. Guantes, que no se me olviden los guantes. El sombrero y la bufanda más grande que tengas. El juego de ganzúas. ¡Y a recoger los solomillos de Braulio!, esto es pan comido”.
—Uno fue ladrón antes que fraile —murmuró mientras pensaba en sus años mozos, época de su vida en la que no había puerta o cerradura que se le resistiese… y en el maldito calefactor que otra vez empezaba a dar problemas, el cubil estaba muy frío. Cerró rápidamente al tiempo que pateaba el aparato.
El día pasó rápido, mucho más de lo que a Moraleja le habría gustado. Transcurrió el día como siempre, con la máscara de hipocresía puesta, Willy fue despachando clientes con sus ya habituales coletillas y refranes. Aunque la temperatura se suavizó algo, el frío le atenazó cuando salió a la húmeda calle. La nieve dio paso a una ligera llovizna que le resultó todavía más molesta. Caminaba algo encogido como buscando un calor que no encontraría. Dirigió sus pasos hacia el edificio de Luisa, a dos manzanas escasas del cubil. Los nervios empezaron a hacer acto de presencia cuando encaró el bloque de viviendas, cuna de sus sueños. “La fortuna es de cristal, resplandeciente pero frágil”, meditó.
Cuando llegó al portal, llamó al tercero B, un piso que no daba a la fachada principal. No quería ser visto. “Dios, ando cabalgando en la quijada del diablo”, se dijo.
Cuando respondió la vecina en cuestión soltó un simple:
—Cartero comercial, ábrame por favor.
“Ábrete Sésamo”, pensó mientras empujaba la puerta. Subió al segundo piso por las escaleras, evitó el ascensor, entretanto se puso concienzudamente los guantes. Rápidamente se hizo con el juego de ganzúas y empezó a probar. “como no… a la tercera tenía que ser” caviló. Se le vino a la memoria otro refrán mientras atravesaba el umbral de la casa de Luisa, “a canas honradas, no ha de haber puertas cerradas…”
Entró con celeridad y cerró tras de sí, con la suavidad y sutileza del buen ladrón.
Ya tenía medio cupón en las manos, había hecho lo más difícil. Fue a ritmo vivo hacia el salón donde yacía medio tirado en medio de la mesita el bolso de Luisa. Se hizo con el cupón, con precaución lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.
“¡Qué bonito es ver llover y no mojarse!”.
Pendiente de no hacer el menor ruido salió del piso de la desgraciada Luisa, que con un hijo moribundo ni siquiera se le pasaría por la cabeza la importancia de ese valioso papel que dos días antes compró.
“Ya está, ya es mío”… “Quien no arriesga, no gana”. “La mejor manera de acabar con una tentación, es caer en ella”. Los refranes y proverbios se le venían como un torrente imparable a la excitada mente de Willy, se obligó a serenarse antes de salir a la calle.
Como queriendo esconderse, se resguardó en su abrigo todo lo que pudo, y con la adrenalina por las nubes se dirigió feliz a su casa. “Más tarde iré a por la carne”, planeó.
Ya había pensado Willy cuando iría a hacer efectivo el canje del boleto. Dos días después. Ni uno más ni uno menos. Cuando llegó a casa, se acomodó en su sofá favorito. Contempló el boleto minuciosamente con los ojos muy abiertos. Miró por la ventana y comprobó que la blanca nieve caía de nuevo, ahora con más intensidad. Pensó que sería mejor esperar a que amainara un poco para ir a ver a Braulio. Durante un largo tiempo estuvo manoseando con incredulidad el pequeño cupón. Casi no podía creerlo. El pequeño rectángulo de papel tenía un valor de 100.000 Euros. Willy sintió que se mareaba por momentos. Una puñalada de remordimientos le sobrevino al pensar momentáneamente en Luisa.
—A río revuelto, ganancia de pescadores— se contentó y guardó el cupón en una vasija que había sobre la mesa.
Eran ya las ocho de la tarde, la nevada había aflojado. Moraleja se dispuso para ir a recoger la carne, curioso símbolo de su éxito. Por inercia se colgó de nuevo los cupones y se le antojó que un Rioja no estaría mal para regar los solomillos. No pasaron ni quince minutos cuando ya estaba en la carnicería de Braulio, era el único puesto de la galería que aún continuaba abierto.
-¡Hola carnero! —le saludó Willy.
-¿Estarás contento no? por fin vas a vender algo viejo —le dijo en broma, percatándose que Braulio estaba visiblemente nervioso. Supuso que era por el hecho de que ya tenía que haber cerrado y no le dio más importancia.
- Ya era hora ¿Vienes a por la carne no Moraleja?, pues ahí dentro la tienes —le dijo señalando el interior de la cámara frigorífica.
Willy pasó por el quicio de la gruesa puerta de acero, el frío que había sentido durante todo el día le pareció saludable comparado con el que hacía ahí dentro. Asió la pequeña bolsa que intuyó que le pertenecía.
Sonó un “blam”, la puerta de la cámara se cerró.
Willy no entendía lo que pasaba, aporreó la puerta para llamar la atención de Braulio.
—¡Qué coño! ¿Pero cómo leches se puede cerrar esta puerta sola? ¡Braulio! ¡Braulioooo!
Un interfono que había en el interior de la cámara soltó una serie de ininteligibles sonidos. Instantes después la voz de Braulio se hizo audible a través del pequeño invento.
—¡Willy! ¿Sabes?, ahora te voy a decir yo un par de refranes. El primero es este: El diablo sabe más por viejo que por diablo—. Una risa histérica y convulsa cerró la comunicación.
El frío se hizo insoportable. La palabra “hipotermia” empezó a rondar la mente de un incrédulo Willy Moraleja.
Pocos instantes después el interfono empezó de nuevo a emitir su horrible melodía.
—¡Y el segundo termínalo tú Moraleja!, Quién roba a un ladrón…
El interfono y la luz se apagaron al unísono. Willy “Moraleja” sintió el frío como nunca antes…

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