viernes, 1 de febrero de 2008

4.-Los favoritos de los dioses

El crujir de la nieve bajo nuestras botas y el ensordecedor y desalentador alarido del viento marcaban el ritmo de nuestros pasos. Miedo, frío, añoranza, cansancio y hambre eran los estigmas que nuestro grupo arrastraba a lo largo de nuestro interminable caminar.
La tormenta cegaba nuestra marcha, impidiendo ver más allá del vaho que exhalábamos desde nuestras acuchilladas gargantas. A pesar de ello no podíamos detenernos, pasar la noche en los páramos supondría la muerte de todos nosotros y no estábamos dispuestos aún a emprender el viaje sin retorno a Valhalla. Teníamos una misión que cumplir.

Finalmente, esperanzados, intuimos más que vimos que un nuevo amanecer asomaba cuando las sombras fueron dejando paso al blanco más absoluto. Unos pasos más, unos metros más, debíamos continuar. Pronto la temperatura sería la adecuada para poder hacer una pausa. Las piernas nos dolían, atacadas por el intenso frío y las rampas cada vez más frecuentes. Aún no era momento de descansar.
Llevábamos tres días con sus noches de marcha y ya habíamos perdido a cinco hombres. Tres habían agonizado hasta la muerte, víctimas del frío; otro cayó cegado por la tormenta traicionera por una grieta y desapareció para siempre; el último murió luchando contra un grupo de Vanires con los que nos cruzamos el día anterior. La escaramuza fue breve y al menos nuestro hermano caído se ganó el pasaje a Valhalla y pudo entrar en la Gran Sala de Odín con la cabeza alta y empuñando su arma.

Unas horas después el explorador dió el alto y detuvimos la marcha. Había encontrado un una pared de roca tras la que guarecernos del viento que nos azotaba sin tregua. Allí encendimos varias hogueras y preparamos un buen desayuno, tras el cual nos tumbamos entre pieles de oso y apiñándonos alrededor de los fuegos nos dispusimos a dormir hasta pasado el mediodía. Recé a los Dioses para que hicieran desaparecer aquella tormenta y poder llevar a cabo nuestra misión sin más contratiempos.

Un grito me despertó. Al abrir los ojos ví que la tormenta había amainado casi por completo y dediqué una oración a Thiaz, agradecido. Luego me levanté y observé a mi alrededor. Varios compañeros se estaban levantando, tan perplejos como yo, mientras otros gritaban y señalaban excitados hacia la cima de la pared que nos había protegido del viento. Entonces me dí cuenta de qué era aquello que despertaba tanta expectación. Gracias a que la tormenta se había desvanecido pude avistar a unos setenta metros por encima de nosotros algo enorme que sobresalía de entre las rocas. Algo de metal, terminado en punta, que destellaba en las alturas señalando al oeste.

-¡Es la Espada de la Victoria! –dijeron algunos.
-¡La espada del Dios Frey! –añadió otro.
-¡Es una señal! ¡Debemos ir y completar nuestra misión sin más tardanza! –exclamaron dos más, alzando sus armas hacia el cielo gris.
-¡La punta de la espada señala la dirección! ¡La victoria es nuestra! –gritaron más voces al unísono, y más armas se alzaron.

Rognar, el líder de la expedición, alzó su enorme puño y se hizo el silencio. Todos callaron y le observaron, e incluso algunos se olvidaron de respirar, tal era el respeto que le teníamos. No había sido elegido para guiarnos en aquella misión por azar.
Caminó entre nosotros en silencio, mirándonos uno a uno. Solo se escucharon sus pasos en la nieve.

-Sé que estais ansiosos por cumplir la misión que nos ha encargado nuestro clan. Sé que ardeis en deseos por entrar en combate -dijo, alzando la voz para que todos le escucháramos. Nuestra respuesta fue unánime: levantamos los brazos empuñando nuestras armas a la vez que gritábamos y pateábamos el suelo -. Sé que sois fuertes -más gritos. El suelo retumbó bajo nuestros pies -. Sé que sois capaces. Y sé que no temeis a la muerte -a cada una de sus arengas el suelo vibró y el aire se llenó con nuestras voces. Un par de pájaros de níveas plumas alzaron el vuelo desde una cornisa en la pared y se alejaron hacia el sur. Al poco nuestros gritos se apagaron, dejando paso al viento gélido, que soplaba silencioso entre los espinos. Rognar seguía caminando lentamente entre nosotros . Mataremos a nuestros enemigos y recuperaremos aquello que nos han robado y que nos es tan preciado -prosiguió al fin -, pero no aún. No antes de averiguar qué es aquello que reluce sobre las rocas bajo el sol del invierno -algunos rostros mostraron confusión, otros decepción. Nuestro líder siguió hablando -. Si es una señal de los Dioses, o un regalo, es nuestro deber trepar hasta allí y asegurarnos.

Nos miramos unos a otros y ví temor en los rostros de mis compañeros, guerreros curtidos en mil batallas, que en el pasado se habían enfrentado sin dudar a gigantes de los hielos, trolls, manadas de huargos y ejércitos de no-muertos.

-Jorund, toma a tres hombres y subid hasta la cima -ordenó Rognar. Había elegido sabiamente al mejor escalador de nuestro clan, famoso por haber trepado con las manos desnudas los muros de la ciudad prohibida de Attarysia, y éste no dudó y eligió a los tres hombres que escalarían junto a él. Entre ellos estaba yo. Nuestros compañeros alzaron sus puños y los mantuvieron en alto mientras nosotros ascendíamos, contagiándonos de su fuerza y coraje -¡Que Freya os proteja! -nos llegó la voz de Rognar desde abajo. Miré hacia el suelo y ví a los guerreros formando una hilera al pie de la pared de roca.
Seguí ascendiendo tras Jorund, concentrado en no perderle de vista, y cuando me dí cuenta ya nos encontrábamos a pocos metros por debajo del supuesto obsequio de los Dioses. Habíamos tardado un buen rato en llegar hasta allí. Nos miramos, luego bajamos la vista hacia los compañeros que aguardaban nuestro regreso, entonces puntos negros en la nieve indistinguibles entre sí, y finalmente volvimos a mirar la mole de metal que se alzaba sobre nuestras cabezas. Jorund asintió y siguió subiendo.
De repente, cuando ya casi habíamos alcanzado un saliente desde el que podríamos alzarnos hasta la cima, el aire se llenó con el temible retronar de un cuerno de batalla Vanir. Jorund maldijo y con un último esfuerzo trepó hasta la roca que marcaba el final de la ascensión. Los demás nos detuvimos y miramos abajo, colgados de la pared. Lo que vimos no fue nada alentador. Unos trescientos hombres cargaban hacia donde los nuestros se preparaban para la batalla. Parecía que los fueran a aplastar contra las rocas. Entonces llegó hasta nosotros, alzándose sobre el estruendo, el grito de batalla de Rognar, y contemplamos paralizados por el horror como nuestros compañeros de armas, nuestros hermanos y amigos, se lanzaban contra el grueso del ejército Vanir.

-Si ésto es un regalo de los Dioses, no podemos perder más tiempo -nos llegó la voz de Jorund desde la cima -. ¡Subid aquí, Njord os maldiga a los tres! -gritó al ver que no reaccionábamos -. ¡Las vidas de nuestros hermanos dependen ahora de nosotros!

Sin mirar atrás ni una sola vez subimos hasta dónde nos aguardaba. El viento arreciaba en las alturas, helado como la muerte, funesto presagio para nuestro clan. De nosotros dependía la supervivencia de nuestro pueblo.

Los Vanires habían secuestrado hacía una semana a nuestras mujeres y niños, matando a los pocos guerreros que quedaron en la aldea y a los ancianos que no se pudieron llevar consigo. El resto nos hallábamos lejos, en Thule, donde se celebraba la reunión anual de los clanes, convocada por el Rey de los Hombres del Norte, Haêrjungd el Alto.
Malvada y planeada traición la de los Vanires, pero la venganza y la liberación de nuestra gente recaía solamente en los hombres de nuestro clan, así rezaban las leyes de nuestros ancestros y de los Dioses.


El clan está solo en el páramo helado,
afrontando solo sus batallas.
El clan está solo en las montañas,
subsistiendo solo a las inclemencias del tiempo.
El clan está solo en el océano,
capeando solo las tormentas.
Ningún clan llora
al clan débil que no sobrevive solo,
pues es una afrenta a ojos de los Dioses.


El artefacto que nos habían enviado los Dioses era mayor de lo que habíamos creído, y no tenía ningún parecido con una espada aparte de estar forjado. Era como una casa de acero, de unos tres hombres de alto, e incluso en un costado había lo que parecía una puerta, aunque no tenía agarradera alguna para tirar de ella. El metal estaba pulido y ninguna inscripción o grabado nos dieron pista alguna que nos ayudara a descifrar qué era lo que se alzaba ante nosotros. Desde abajo nos llegaba el rugido de la batalla; los gritos de los hombres y el entrechocar del acero desnudo. Debíamos apresurarnos.
Jorund se acercó a la supuesta puerta lenta y sigilosamente. De repente el artefacto comenzó a vibrar, y el reflejo del sol sobre su superfície se intensificó, cegándonos. Durante unos instantes solo fuimos conscientes del temblor bajo nuestros pies y de un calor intenso, desconocido, que nos rodeaba. Cuando al fín pudimos abrir los ojos, el objeto de los Dioses flotaba sobre nosotros, brillando, y un haz de luz nacarada partía hacia el páramo que se extendía bajo nuestros pies, donde combatían y entregaban su sangre valientes guerreros. Gritos de terror nos llegaron desde allí, y el apagado sonido de armas y cuerpos al caer sobre la nieve precedieron al sonido del cuerno de Rognar proclamando la victoria. Nos asomamos y vimos a la mayor parte de los Vanires huir, abandonándolo todo en su locura. Jorund sacó su cuerno y lo hizo sonar a su vez, lo que hizo que los hombres del este que aún mantenían sus posiciones o esperaban órdenes desistieran y siguieran al resto, mientras nuestros hermanos los perseguían dándoles muerte para regocijo de los Dioses.

Desde ese día, nuestro clan fue conocido como "Los Favoritos de los Dioses", y creció llegando a ser el más fuerte de los clanes, e incluso a reinar sobre todos los Hombres del Norte unos años después. Del artefacto enviado por los Dioses nunca más se supo, aunque se dice que después de la batalla se elevó hacia los cielos y desde allí nos vigila y protege.


De las tradiciones y leyendas de los Hombres del Norte,
Anónimo

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