domingo, 3 de febrero de 2008

15.-Obsesión en tres palabras

- “No me dejes”. He perdido la cuenta de las veces que llevo oídas esas tres palabras, aunque recuerdo con claridad la primera vez que me las dijo. Llevábamos entonces juntos unos meses, viviendo una relación a dos velocidades. Para mí, era una aventura pasajera, un refugio agradable pero con fecha de caducidad; para él, la historia de amor de su vida. Yo lo sabía, supongo, pero preferí cultivar una ceguera voluntaria, esa cobardía perezosa tras la esconderme convenciéndome de que la verdad le haría más daño que la ilusión. Pero un día no queda más remedio que coger aire, recoger valor a dos manos y cortar por lo sano. Ocurrió cuando él empezó a hablar de nosotros, un Nosotros con N mayúscula en el que se oían ecos de un futuro de parejita feliz, de casita con valla blanca y de niños correteando por un jardín. Un futuro que no era el mío. Así que se lo dije, como se suelen decir estas cosas, con torpeza y vanos intentos de tacto y miramientos que en definitiva no sirven de mucho, porque según vayas desgranado las palabras de ruptura sabes que sus ojos se clavarán en ti con una mirada incierta, su sonrisa se quedará a medio camino, y milímetro a milímetro se transformará en un gesto de incredulidad primero, en una mueca de desconsuelo después. Le dije pues lo que se acostumbra a decir: que lo nuestro no funcionaba, que éramos demasiado distintos, que no era culpa suya ni mía, que en definitiva no le quería, o bueno sí, pero no tanto ni de aquel modo; que nunca podría quererle tanto como él me quería a mi, que era injusto, sí, pero que yo no podía seguir así, que lo nuestro no tenía futuro, que claro que lo apreciaba y que le tenía cariño, que de hecho seguiríamos siendo amigos, claro…Valiente estupidez, como ponerle una tirita después de haberle pegado un tajo con un cuchillo de carnicero. Él sólo me miró con desesperación y empezó a repetir “No me dejes, no me dejes …”

Las semanas siguientes me llamó casi todos los días. Y yo lo escuchaba, porque se me había clavado dentro algo que sabía amargo como la culpabilidad. Quizás siempre te sientes culpable en estos casos, culpable de no amar lo suficiente, culpable de haber mentido, al menos por omisión, sobre lo profundo de tus sentimientos, culpable de herir a quien no se lo merece porque su único delito es quererte demasiado. Así que con mi culpa a cuestas, me armé de paciencia y de delicadeza, y le fui repitiendo una y otra vez que no, que no había ningún malentendido, que intentarlo de nuevo no tenía sentido, que no era cuestión de olvidar lo malo y quedarse con lo bueno, con esos momentos en que fuimos felices, porque en definitiva, nunca vivimos esa felicidad perfecta, ni ese amor ideal… Y él insistía implorante, salpicando sus palabras con los “No me dejes”. Y así fueron pasando días y semanas, hasta que una tarde al volver a casa, me quedé mirando el teléfono a la espera de la llamada con su llorosa letanía de siempre, y, de repente, me sentí como una imbécil. ¡Qué narices hacia ahí, mirando el teléfono, como si fuera mi penitencia hacer de hermana de la caridad! Fue como una liberación: se esfumó la culpa, desapareció la paciencia y llegó el cabreo. Cabreo conmigo misma por haberme dejado arrastrar al jueguecito del chantaje emocional, y cabreo con él, por no enfrentarse de una vez a la realidad. Así que para cuando sonó el teléfono, ya me habían crecido uñas afiladas de crueldad. Y sin darle tiempo a hablar, le grité que ya estaba bien, que me dejara en paz de una puñetera vez, que se tomara todo aquello como un hombre hecho y derecho y dejara de arrastrarse como una babosa, que tanta humillación, tanta súplica, era degradante, que sólo me producía vergüenza ajena y asco. Pude escuchar el “No me dej…” justo antes de colgar. Me sentía desahogada, casi eufórica. Aunque para mi desgracia, la sensación no duró mucho.

¿Un café? Si, me vendría bien un café, la verdad. ¿Le importa si fumo?...Gracias.

A partir de ahí, la súplica se convirtió casi en exaltación. Por supuesto seguían los “No me dejes” pero ahora eran más vehementes, y venían en cartas, notas, mensajes en el contestador, emails. Me inundaba de relatos fantásticos sobre amores extremos, de poemas sobre segundas oportunidades, de regalos estrambóticos, de historias increíbles de amantes predestinados y de opuestos que se atraen y se unen. Supongo que cualquier alma sensible podría ver la desesperación romántica de todo aquello, pero a mí ya no me quedaba sensibilidad alguna. Me estaba ahogando. Me sentía empantanada en un enorme charco de melaza, sumida en algo pegajoso que me asfixiaba, y que era incapaz de quitarme de encima. Cada puñado que lograba arrancarme volvía a aparecer, en la lucecita del contestador anunciando un mensaje, en los SMS del móvil cuyo número de teléfono reconocía, en los emails que no necesitaba abrir para saber quién era el remitente. Hacía ya tiempo que no contestaba a sus llamadas, ni a sus mensajes, que no leía sus cartas y poemas, pero me sentía atrapada en una prisión invisible. Es extraño como el mundo puede empequeñecerse y rodearse de barreras impalpables. Muros hechos con esos gestos cotidianos que casi ya no me atrevía a hacer: abría el buzón y aguantaba la respiración sin darme cuenta; iba a coger el teléfono y me quedaba con la mano en el aire viéndolo sonar; metía la llave en la cerradura de casa y cerraba los ojos para no ver si en el suelo había otra carta suya. Siempre temiendo que alguno de sus delirios, alguno de sus “No me dejes” me asaltara, agazapado desde cualquier rincón de mi vida cotidiana. Me sentía exhausta, sin aliento, e incapaz de poner fin a todo aquello. Por suerte llegó el verano. Y me fui un mes entero. Lejos. A la otra punta del mundo, buscando un sitio donde él no pudiera seguirme. Ni sus mensajes. Ni sus cartas. Cambié el número del teléfono fijo, del móvil, las cuentas de correo, todo lo cambiable, esperando hacer suficiente vacío a mi alrededor como para que incluso él desapareciese. Y funcionó, por lo menos al principio.

Recuperé la normalidad y mi vida volvió a ponerse en marcha como si los últimos meses hubieran sido sólo un mal sueño. Hasta que recibí una carta en el trabajo, con membrete de una empresa. La abrí sin sospechar que era de él. Y ahí estaba de nuevo el “No me dejes”. El último, me confesaba. Decía que ya no insistiría más, que ya no lloraría más, aunque yo seguía siendo el eje de su vida. Se conformaba, escribía, con ser testigo de mi existencia, con verme de lejos vivir feliz mi propia vida sin él, con convertirse en una mera sombra, la sombra de mi sombra. La punzada de alivio que sentí al pensar que no volvería a oír de él apenas duró un segundo antes de que se me helara la sangre con sólo imaginármelo escondido, observándome, vigilándome. Deseché esa idea y el miedo que empezaba a arañarme la nuca, porque esas cosas sólo se ven en las películas; en la vida real esas palabras no pasan de ser metáforas.

Acérquese a la ventana, por favor. Miré allí, en la acera de enfrente. ¿Lo ve? Metro ochenta, pelo castaño, vaqueros y cazadora azul. Metáforas ¿eh? Ingenua de mí. Tres meses desde que recibí esa carta. Tres meses que lleva convertido en mi sombra. Tres meses que vivo con esa sensación fría y húmeda del miedo enroscándoseme en el espinazo. Su obsesión es ahora mi paranoia.

Así que dígame, Letrado, ¿qué puedo hacer para conseguir una orden de alejamiento?

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