sábado, 22 de marzo de 2008

10.-Efraín El Recto

Hacía mucho tiempo que la gente no frecuentaba los servicios del padre Efraín Solís. La gente de la Villa de Gracia acudía a otros servicios, los que fueran daba igual, con tal de no verle. Su presencia, sus sermones y su severo rostro atemorizaban a mayores y pequeños por igual. No olvidaban que todos ellos serían sometidos al Juicio de Dios, pero no podían tolerar que les recordaran, a gente honrada como eran todos ellos, y con palabras que los dejaban con inmensa turbación, los terrores de la eternidad a los que se enfrentaban aquellos que se desviaban del recto camino.

El padre Solís sobrellevaba la situación como podía. No podía dejar de hacer las admoniciones y reconvenciones que creía oportunas. Según él, aquellos eran tiempos difíciles, demasiada gente se apartaba de la rectitud y la honradez. Cuando las más viejas, las que más lo conocían y a quienes el padre trataba con más benevolencia, le reclamaban que rebajara la dureza de sus sermones, él se limitaba a encogerse de hombros, responder que era su trabajo representar a Dios en la Tierra y enfrentarse a todo mal, y que no podía obviar las vidas disipadas y los muchos pecados de sus parroquianos. Las viejas lo miraban con compasión, le palmeaban la espalda y lo veían marchar con paso decidido por las calles de la Villa.

En ocasiones, el padre Solís acudía a las casas de ciertas personas, con la intención de corregir sus vicios y defectos. Habitualmente no era bien recibido. Marcos Jeim lo recibió aquella calurosa tarde de agosto. La vida de aquel pobre hombre había dado un vuelco un año antes. Tras llevar una juventud dura y pobre, se casó con la hija del bodeguero, siendo feliz por un tiempo. Pero el verano anterior ella había muerto, a causa de unas fiebres extrañas; el padre Solís fue el encargado de aplicarle el óleo sagrado de la Extrema Unción. Jeim, ahogado por la pena, vendió la bodega que tanto le recordaba a su mujer, y se quedó sin ingresos. Así se hallaba todavía, llevando una existencia miserable, sobreviviendo con algo de limosna y pequeños hurtos, consentidos y sin denunciar a la autoridad por la compasión que despertaba entre sus vecinos. Veían que era un hombre al que perseguía la mala fortuna.

- Bona tarda, padre. ¿Qué sucede?
- Buenas tardes, hijo... He oído que no sale usted de casa, no trabaja, bebe demasiado, y cada vez está sustrayendo más productos a la frutera, que ha hablado conmigo. No le resultó fácil ni agradable, pero no creo que sea su caso, pues es usted persona de carácter fuerte. Hablar un poco con un viejo como yo no le va a incomodar.

Así fue como engatusó a Jeim, que le dejó pasar a su habitación. El padre Solís vio el depresivo ambiente en el que vivía aquel hombre. No había más que un camastro, una mesa, sobre la cual reposaba un vaso y una botella, y una silla, y a los pies de la cama un baúl, en el que guardaría el resto de sus exiguas pertenencias. Comprobó que la persona que tenía delante estaba ebria, aunque en ningún momento le impidió que continuara bebiendo. Lo que le había llevado hasta allí requería paciencia y cordialidad. Durante un buen tiempo, Jeim no dejó de hablar, gozoso de poder confesarse ante alguien.

- He sido un asno, padre. Toda mi vida lo he sido, ahora lo veo claro. ¡Pero la amaba, padre!
- ¿De quién hablas, hijo?
- ¿De quién va a ser, padre? ¡Todo gira alrededor de ella! ¡Eliana! ¡Mi mujer, un regalo de Dios! Padre, espero que me perdone si le confieso que tenía los ojos más hermosos que se han visto en la Tierra. En ellos, un hombre como yo deseaba perderse.

En ese momento el padre Solís metió baza. Le explicó que la belleza no era una virtud a destacar a ojos de Dios. Mientras Jeim balbuceaba que aquello no era lo que había querido decir, el padre, con voz firme, le soltó la andanada que tenía preparada. El pobre infeliz se vio sometido un violento impacto, pues se despertaban sus temores amagados, un torbellino de ideas azotaba su conciencia. Tomó asiento y le castañearon los dientes. Le hacían ver el fuego vivo de las llamas del infierno y escuchar su crepitar.

- Sin embargo, mi queridísimo señor Jeim, todavía hay margen para subsanar errores pasados. Me mueve el aprecio que siento por usted, y no olvido que también su señora era muy querida por todos. Verá, a medio día de viaje de aquí hay un lugar al que llaman la Casa Sombría. He oído que es un sitio de perversión, al que acuden hombres sin rumbo para llevar a cabo sus fechorías, vicios y maldades.
- ¿Y qué puedo hacer yo, padre? ¡Haré lo que sea! Debo volver al sendero de Dios, ¡no quiero condenar mi alma a las llamas del infierno por toda la eternidad!
- Lo que le pido, sin lugar a dudas, no borrará sus pecados, pero permitirá que sean juzgados con mayor clemencia. Me acompañará. Debe saber que nos enfrentaremos al mayor mal al que se puede enfrentar un hombre. Por los alrededores de esa Casa Sombría ha sido visto un Hombre Negro, y también varios cuervos, graznándose entre ellos. Todos aquellos que lo vieron quedaron intimidados, ¡incluso sintieron escalofríos! Debemos partir hacia allí, y purgar el mal que lo habita.
- Mi determinación es grande, padre. Iré con usted.

Tras aquella solemne declaración iniciaron el viaje, que fue silencioso e incómodo, en un calesín que le habían prestado al padre. Se vieron obligados, al cabo de las horas, a prender los faroles que llevaban, pues aquella noche era oscura como boca de lobo. El único ruido que escuchaban era el de su carruaje. La firme resolución de Jeim se había resquebrajado un poco durante el trayecto, y temía que, de un momento a otro, se les fuera a aparecer la estantigua, cosa también horrible, como el Hombre Negro. Pero aún lo era más la posibilidad real de arder en el infierno. Se culpó a sí mismo por ser tan supersticioso y tener tanto miedo del demonio. Al final llegaron a su destino; hicieron los últimos metros a pie. La Casa Sombría estaba tras una punta de tierra y rodeada de una densa arboleda, impidiendo que fuera vista desde el camino. A lo largo del día había hecho mucho calor, pero en ese momento hacía mucho más. Estaba realmente oscuro, como un pozo; uno no podía ver su propia mano delante del rostro. A Jeim le pareció escuchar un aullido lejano. Llevaban con ellos yesca y los faroles.

- Antes de entrar, querido señor Jeim, no olvide una cosa. A veces los hombres ven solamente aquello que quieren ver. ¿Quién sabe las pruebas a las que seremos sometidos?

El padre Solís bajó el picaporte de la puerta de la casa. La luz de los faroles les permitió ver un ancho vestíbulo, y una escalera bordeada de balaustradas que llevaba al piso superior. Todo estaba renegrido por la suciedad. Sólo oían su propia respiración.

- Señor Jeim, iré a inspeccionar el piso superior. Eche usted un vistazo por aquí. Si ocurre algo, grite.

Con determinación, el padre Solís subió por los diferentes tramos de la escalera. Tras algunos minutos de indecisión, Jeim se decidió a escudriñar su parte. Tragando saliva, dio un primer paso que llevó a otros. Tras explorar los rincones de una de las partes de la planta, sin ver más que alfombras de polvo y muebles antiguos y rotos, cobró un poco de ánimo. Aunque, de vez en cuando, le parecía escuchar cosas que le susurraban al oído, y también creía ver luces en el vestíbulo y las habitaciones por las que indagaba. Volvió al vestíbulo, y en lo alto de la escalera vio al padre Solís, que canturreaba, o rezaba, en voz alta, aunque Jeim pensó que ningún hombre nacido de mujer habría podido identificar aquellas palabras. El padre le estaba mirando por encima de la barandilla. Su rostro, transido y macilento, le dio miedo. Con remordimientos por pensar así, siguió con su ronda. Llegó a la última de las habitaciones que debía comprobar. Creyó escuchar algo que procedía de su interior; debían ser los sonidos peculiares de la casa. Abrió la puerta y echó una ojeada. Aquella era una habitación grande, como las otras, con muebles antiguos, y una cama con dosel de tapices antiguos. Había algo en la cama. Con formas humanas. De mujer. Como poseído, avanzó hacia el cuerpo. Tenía los ojos abiertos, y, Dios nos proteja, eran los ojos de su Eliana. Ahogó un sollozo, y las lágrimas acudieron a su rostro. Cerró los ojos.

Aquello no podía ser, su mujer estaba esperando la última señal del Señor en el cementerio de Montjuic. Volvió a abrir los ojos, y, con más temple, pudo observar que aquella no era su mujer. Se le parecía, pero aquel cadáver no podía llevar mucho tiempo tendido en esa cama. De repente, el corazón del señor Jeim dio un vuelco, y empezó a latir con fuerza. Se quedó completamente inmóvil. Un aire helado le acarició la nuca, sus ojos se abrieron desmesuradamente, y sus pupilas quedaron reducidas a puntos. “A veces los hombres ven solamente aquello que quieren ver”. Oyó algo en el piso superior, como si fuertes patadas repiquetearan contra el suelo. También parecía que arrastraran muebles, y creyó escuchar el crujir de la madera. Parecía una pelea. Acabó con un estruendo, y el viento rodeó la casa. Después, todo volvió a quedar en silencio, como en una tumba. Cerró los ojos de la pobre infeliz, se encomendó a Dios, y salió de nuevo al vestíbulo de esa casa demoníaca e impía, a hacer frente a lo que había poseído a Efraín Solís. Seguía en lo alto de la escalera. Lanzando un bramido inhumano, empezó a descender escalón a escalón. Con el corazón a punto de estallar, Jeim no supo qué hacer. Buscando detenerle, le lanzó el farol, con buen tino, pues le hizo tropezar y caer. Lo que fuera aquel ser caía dando vueltas sobre sí mismo, y pudo escuchar como se quebraban los huesos y se desgarraba la piel. Al acabar de dar vueltas, tras unos segundos de quietud, el engendro, con el cuello torcido y los miembros en posición completamente antinatural, se puso en pie, movido por diabólicas fuerzas, y empezó a avanzar de nuevo hacia Jeim, que corrió despavorido al exterior de la Casa Sombría. En el jardín, el temor a que aquel ser fuera más veloz de lo que pensaba y le cogiera por sorpresa le hizo dar la vuelta y plantarle cara. La cosa salía por la puerta. Jeim respiró con fuerza y gritó:

-¡Esperpento, monstruo, demonio! ¡Vuelve al infierno del que procedes, por Dios!

Al acabar de pronunciar esas palabras, un violento remolino de aire se batió sobre la casa y sobre aquella atrocidad andante. El poder de Dios golpeó aquel engendro, que ardió hasta quedar reducido a cenizas. Jeim reparó en el fuego que se había desatado en el interior de la Casa Sombría. Una serie de truenos restalló en el cielo, y empezó a llover.

Puede que permaneciera allí durante una hora, tal vez más; no se movió hasta que dejó de llover y de la casa incendiada no quedaba nada. El viento esparcía las pavesas por doquier. Entonces, dio la vuelta y se alejó. Se giró una última vez para contemplar las ruinas de la Casa Sombría, y siguió alejándose. Poco a poco fue caminando más deprisa, hasta que echó a correr hacia la Villa de Gracia, dejando atrás el calesín.

Fue una dura prueba para el señor Jeim, que estuvo mucho tiempo en cama desvariando. En sus delirios decía que un Hombre Negro le había robado los ojos a su mujer, y que le acechaba y le llamaba para que fuera con él.

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