domingo, 3 de febrero de 2008

12.-Solo un sueño

Después de limpiar por enésima vez el piso, pintar de nuevo el salón porque las dichosas paredes no quieren conservar el color que me prometió el vendedor, tirar parte del tabique entre las dos habitaciones (¡condenado tabique!), y después de haber preparado el baño para cuando venga el lampista, es hora de comer. Pollo frío con patatas fritas de bolsa en una fiambrera. Cortesía de mi suegra. El menú del día. ¡Qué rico!

Bien, la verdad es que le agradezco el detalle. Todavía no conozco el barrio lo suficiente, no quiero arriesgarme a no encontrar un sitio en el que comer decentemente. Bastante duro es trabajar solo en la casa que compartiré con Lucía en breve. Espero que no tarde demasiado en llegar.

Nuestra futura casa… A ver si conseguimos dejarla como queremos. Se puede decir que la casa está prácticamente vacía, empezamos de cero. Sólo tengo las herramientas, los sacos de escombros y desechos, la escalerilla, los botes de pintura, mi comida… ¡Y la radio! Después de pasar el primer fin de semana trabajando en nuestra casa completamente solos y en silencio, los dos nos dimos cuenta necesitábamos algo. Una pequeña radio serviría. Tras incorporarla a nuestro inventario, a veces nos sorprendemos los dos tarareando las canciones que salen de esa pequeña radio, mientras pintamos. O provoco las risas de Lucía al cantar. Reconozco que cantar no es lo mío.

...

Dios mío… Si bien es cierto que la música nos ayuda en muchos momentos, no es menos cierto que acabo de recibir un buen golpe bajo. No sé de qué me sorprendo, siempre que escucho esa canción lo recibo. Y habitualmente con la guardia baja, como ahora. Supongo que será mejor traer mi propia música, para que no me pasen estas cosas. Y más cuando se trata de todo un éxito.

Empiezo a dejar esta habitación vacía, la comida, todo. Viajo en el tiempo, retrocedo en él, sin necesitar la máquina de Wells. Sólo esa canción y mis recuerdos.

Y allí estoy de nuevo. Mierda, ¿no va a dejar de pasarme nunca? Yo, en una esquina de la sala, mirándola de lejos. Sin atreverme a acercarme a ella. Sin atreverme a decirle nada. ¿Serviría de algo? Si me acerco a ella, y la miro a los ojos, veré la distancia que nos separa. La distancia que debería recorrer. Y si lo hiciera, me encontraría con que sigo lejos, muy lejos. Incluso a su lado, tan cerca, tan lejos.

Julia. Julia. Hasta su nombre era bonito. Bien, supongo que es bonito. ¿O también los nombres se idealizan?

Después de tantos años, sigo recordando el sitio. Julia y otras borracheras y demencias aparte, el mejor del Poblenou. Zeleste Sur. Aunque también cambió, ahora lo llaman Razzmatazz, ¿no? Aunque eso no importa. Zeleste… Con sus dos salas, en la que sobre todo pasábamos la noche en la sala de los clásicos del rock y los grupos españoles. Loquillo, Kortatu, Extremoduro, Platero, Rosendo… ¿Cómo demonios pudo el pinchadiscos poner este tema?

La memoria. Los recuerdos. Caprichosos y sorprendentes. Surgen cuando menos te lo esperas. Estás hablando con tu jefe del partido del Madrid de ayer y recuerdas a un amigo merengue al que no ves desde la EGB. Nostalgia y melancolía. Las odio. Y también odio los remordimientos. He renegado muchas veces al despertarme de la capacidad del ser humano de soñar. Son todas ellas formas de dañarse uno mismo. A veces pido a Dios, a Alá, a quién sea… que no me deje soñar con según qué cosas. Cuando lo consigo, me siento enormemente agradecido.

Pero me he alejado de Zeleste y de aquella noche. Oh, sí. Rodeado de beodos. Borrachos, como yo. Aunque no sé si tan inocentes. Mis amigos, borrachos también, me habían dicho: “Hoy viene Julia, con sus amigas”, aunque ahora no me viene a la cabeza el nombre de ninguna de sus amigas. Y sí. Sentí la punzada, la de todas las veces que escuchaba su nombre, o que la veía, o que la olía… La verdad es que creo que la punzada que siento al escuchar esta canción es parecida a la que sentía entonces.

Nunca dejé de preguntarme el porqué. Hay quién dice que, si te preguntas por qué quieres a una persona, es que ya has dejado hacerlo. No estoy de acuerdo con eso. Realmente, no sé como sucedió… No fue de la noche a la mañana, no. No fue un flechazo. Fue algo lento pero constante, firme, seguro. Doloroso.

No dejo de mirarme, como un tonto. Bajo la luz de los focos de la discoteca, me dejé llevar por un solo momento. “¿Por qué no? Inténtalo. Sueña”. “¿Por qué intentarlo?”.

Hacía tiempo que no nos veíamos, aunque éramos amigos desde años atrás. Vueltas que da la vida. O elecciones que hacemos sin darnos cuenta. Incluso ahora quedan reminiscencias de momentos vividos en clase, fuera de ella, divirtiéndonos, angustiándonos, o sufriendo por los exámenes y otras formas de tortura adolescente… Los mensajes que nos escribíamos en el pupitre, sentados uno al lado del otro. Miradas cómplices. Sin necesidad de abrir la boca nos lo podíamos decir todo. Abrazos. Secretos. Susurros.

¿Acaso no lo he superado todavía? ¡Oh, Lucía, por favor, ven ya y rescátame de mí mismo! ¡Odio seguir sintiendo esto! Una vez que todo pasa, lo creo olvidado y borrado de mi mente, pero nunca ha dejado de volver.

Cuando las cosas cambiaron, para mí, sólo para mí, nunca supe si decía demasiado o no decía lo suficiente. Con mis indirectas, mis pistas del siglo, dejándolas caer como quien no quiere la cosa. Como en la canción, exactamente igual, y ahora la escucho de nuevo con su voz desgarrada y triste. Cada vez recuerdo más y más.

Ahí estaba ella. Ya había llegado, mis amigos (¿cuál de ellos?) me lo dijeron. Por fin la volvería a ver. Y lo hice. Yo, en una de las esquinas (¡qué increíble casualidad!) de la discoteca, después de vagar alcoholizado como había hecho otras tantas veces, y como volví a hacer después; en la esquina, mirándola, espiándola, sin que ella se percatara.

Al final, me decidí y me acerqué a ella. No había ningún motivo para no hacerlo. No saludé a sus amigas. ¿Eran también mis amigas? Eso no lo recuerdo, y tampoco me importa. Y fue en ese momento cuando me dejé llevar. Como un tonto, ciego, perdido y herido. Olvidando todo lo pensado un momento antes, sobre sus ojos, las distancias… Sin decir nada, la abracé. Eso fue lo primero que hice, con todas mis fuerzas. Ella me devolvió el abrazo. Y con bastante fuerza, también. Le miré a la cara, con sus preciosos ojos, que también me miraban. No supe ver qué decían. Y le besé en los labios. No fue gran cosa, sólo un leve contacto.

Justo un segundo después de ese beso, volví a mirar sus ojos. Y el velo que me había impedido ver con claridad, ya fuera por el alcohol, o por imbécil, cayó. La comprensión me golpeó, impasible. Lo vi todo en sus ojos. Todo. Escucho la letra, y parece mentira… Como si la hubieran escrito para mí.

Habría querido que se quedase junto a mí, no fallarle como lo hice. Mil y una veces he pensado que debería haberme callado, no haber hecho nada, seguir siendo su amigo, no traicionarle. Y otras tantas me he dicho que hice lo que debía hacer, que era mejor vivir siendo sincero con uno mismo y con los demás que engañarte, vivir sin decir lo que se siente y lo que te pasa por la cabeza.

Aunque ese día perdí mis creencias, perdí mi fe. Ella era mi religión. Y la estaba perdiendo. Se alejaba de mí, lo sentía mientras le miraba a los ojos, y reconozco que tuve una sensación extraña al percatarme de ello. Jamás sería correspondido. Antes mis rodillas temblaban ante su cercanía. Ahora no sólo mis rodillas, todas mis creencias de derrumbaban ante la evidencia. Aunque por motivos bien distintos.

De vez en cuando, y sin necesidad de esta música, a la que también odio, pienso en su manera de reír, en su manera de cantar. Julia, siempre la misma Julia en mi cabeza. Algunas veces, al despertar, me sorprendo habiendo soñado con esos momentos.

Antes que la música llegue a su fin, salgo de mi letargo, y apago la radio. Espero ser capaz de despertar de esta especie de hipnosis inducida por esa canción. Aunque no sé cuanto tiempo espero sentado, sin hacer nada, sólo nadando en el gran océano de mis recuerdos.

El tiempo pasa.

Lucía, por fin, llega a casa. Con la casa vacía, oigo perfectamente como usa su llave. A los fantasmas del pasado, que ya habían empezado a retroceder, debo hacerles huir. Ya. ¡Por favor! Debo disimular, fingir que todo va bien. Creo que soy bastante bueno en eso. Durante mucho tiempo fingí que era sólo un amigo. Pero esta vez me cuesta. ¡Oh, no! ¡No puedo!

Sin mirarme todavía, me dice “¡Hola, amor!”. Vuelvo, estoy volviendo… Y me doy cuenta que estoy agradecido por el rescate que está practicando Lucía, aun sin saberlo ella. Por todo. Le respondo un “te quiero, te quiero mucho”. Ella por fin me mira, sorprendida en un primer momento, y después, asustada, realmente asustada. Y me pregunta que qué pasa. Miento diciéndole que estoy preocupado por lo de la casa, y que no sé si quedará bien, y que qué dirá su madre. Y algunas mentiras más. Ella, por fin, se relaja, y yo con ella. Vuelvo a mi futura casa por completo, y agradezco que la máquina del tiempo desaparezca, junto con los recuerdos de esa noche en Zeleste. Lucía me mira, con sus preciosos ojos y una expresión serena. Se acerca, y me besa. Y yo le devuelvo el beso. Y pienso que debo dar gracias a Dios, a Alá, a quién sea, por haberme puesto en el camino de Lucía.

Un poco más tarde, mientras como mi pollo frío con patatas fritas de bolsa, me entra un ligero rubor, y también vergüenza. Y pienso que, como en la canción, todo eso fue sólo un sueño. Sólo un sueño.

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