sábado, 2 de febrero de 2008

7.-Evasión de culpa

La oscuridad ahoga mis penas y reduce el sentimiento de culpa. Por un momento parece que me envuelve y me envía lejos de todo esto. Me lo merezco, no ha sido más que un desafortunado accidente, un engaño. Eso es, no debo culparme, yo solo soy el títere. Quien debería estar batallando con su conciencia es el que mueve los hilos.

Pero es inútil. El intenso olor de la putrefacción ya ha llenado la habitación con lo que la capacidad aislante de mi mente queda reducida hasta su extinción.

No puedo apartar la mirada de esa manta tendida en el suelo, cubriendo el tremendo delito que no dejará de visitarme en mis sueños. ¿Cómo poder seguir adelante si acabo de quitarle el sentido a esta cruel comedia?

La sangre comienza a extenderse por el suelo. Aún no puedo creerlo, no puede ser verdad. Levanto la manta y allí está, es inútil evadirme. Debo recordar lo sucedido para sacar algo en claro y saber como actuar. Pero mi memoria está presa de temores, haré un esfuerzo…

¿Para qué me habrá llamado? Hacía tiempo que no trabajaba para él, ahora soy un tipo decente. Pero no es conveniente cabrearle, así que intentaré ser delicado. No se porque pero presiento que no me va a quedar otra que hacerle caso…

Llego a ese edificio que me trae tantos bochornosos recuerdos, cuando aún le hacía el trabajo sucio. Si, trabajaba para Manuel Estrado, un senador que lleva unos asuntillos al margen de su fachada, la de político, amigo del pueblo, defensor del inocente.

El cacheo de rigor. Entro, pero hay una espesa niebla que lo cubre todo, no puedo ver más allá de dos palmos, esto es confuso. Llego a su amplio despacho. La decoración parecía decir a gritos la clase de persona que es Manuel Estranno, un materialista, alguien que se hunde en su propio artificio.

Me recibe, pero no oigo nada, y esa niebla me asfixia. Mueve los labios, pero no se escucha nada. Miro a mí alrededor y sólo puedo verle a él. Me entrega una carta. Sigue moviendo los labios pero no sale ningún sonido de su boca.

Abro la carta. Ahí vienen todas las instrucciones. Las líneas se mueven y parece que se van a caer del zarandeo, pero puedo leerlo todo. Acercarme por detrás y disparar. Un abrigo de color azul que en su espalda lleva las iniciales RS y un sombrero, azul también.


Todavía no puedo recordarlo con claridad todo, a pesar de que me he concentrado en revivir todos mis pasos. Pero es inútil, no lo logro. Una cosa está clara, fue un terrible error. Yo no sabía que era ella, no lo sabía.

Levanto la manta una vez mas…Allí está, mi querida Beatriz, con un abrigo azul y un sombrero. Mi alma se esfuma con ella, no puedo aguantarlo.

Pero hay algo que atrae mi atención, algo que hace que me tambalee y que sude. Algo que hace que cuestione todo lo que ha pasado.

Una tarjeta, encima de una mesa. Una agencia matrimonial con las siglas RS.
Rápidamente me doy la vuelta y miro al cadáver. Lo pongo bocabajo y contemplo la cruda realidad…
El abrigo no lleva las iniciales RS en su espalda. Ni en su espalda ni en ningún lugar. Por momentos me entra el pánico, un miedo hacía mi mismo terrible.

El hecho de no poder recordar bien lo sucedido ya era sospechoso, pero esto ya derrumba todo.

No puedo engañarme. No puedo convencerme a mi mismo. No puedo hacerme creer que algo no pasó. Y unas detrás de otras, empiezan a pasar fotogramas. Discutiendo, con arma en mano y, finalmente, disparando.

Yo lo hice. Y no como títere. Yo lo hice, y quise hacerlo. Y no dejo de intentar convencerme a mi mismo de que fue lo contrario. Quizás porque no quiero que mi conciencia me moleste cuando esté débil, o simplemente porque mi testimonio sería el de un marido dolido. Pero se que es inútil.

Cojo mi gabardina, la miro por última vez, me despido y cierro la puerta, dejando atrás la oscuridad, el olor de carne descomponiéndose y ese “auto-convencimiento”.

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