domingo, 3 de febrero de 2008

13.-Fulgencio in love

Y allí estaba Fulgencio, rascándose no demasiado disimuladamente los huevos con su mano izquierda por debajo de la mesa mientras seguía con la vista clavada en la puerta, esperando a que ella apareciera. Tenía muchas esperanzas puestas en aquella cita, pero al mismo tiempo se sentía terriblemente incómodo y fuera de su elemento natural. Nunca había estado en un local tan elegante antes y tenía la sensación un tanto paranoica de que todo el mundo le estaba mirando y cuchicheando cosas a sus espaldas.
-¿Qué va a ser? – le sorprendió la voz de la camarera haciéndole dar un respingo tal que casi se cae de la silla.
-¡Pus no sé cómo acabará la cosa pero, si la cena sale bien, con un poco de suerte igual me la puedo llevar a la cama y pillo cacho por fin! Ju Ju... – bramó Fulgencio a voz en grito con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, babeando profusamente solo de imaginárselo.
-Que ¿qué va a ser? ¿Qué va a tomar? – volvió a preguntar la camarera intentado sin mucho éxito que no se le notara en demasía la expresión de incredulidad y asco que asomaba por su rictus y sus desorbitados ojos. No era para menos. Físicamente, lo más amable que se podía decir sobre Fulgencio es que sus rasgos resultaban más o menos parecidos a los de un ser humano. Tampoco demasiado pero, puestos a intentar adivinar, tres de cada cuatro personas habrían probablemente elegido la respuesta de “Un ser humano” antes que la de “Una nutria”, “Un calamar bicéfalo” o un “Un ornitorrinco con mixomatosis”. Todavía virgen a sus 56 años, lo más cerca que había estado de tener un orgasmo fue aquella vez en la que se pilló la punta de la gaita con la cremallera del pantalón y necesitó más de una hora para poder volver a abrirla de nuevo. Hasta las putas que en los anuncios aseguraban que hacían absolutamente de todo, se arrugaban ante su presencia y acababan huyendo despavoridas entre arcadas y vómitos. Y eso antes siquiera de intentar (no porque yo lo sepa de primera mano, que conste, sino porque sospecho que no habría sido tarea fácil, y además soy un narrador omnisciente de esos) bajarle los calzoncillos, que llevaba puestos desde el mismo día de su primera comunión.

Fulgencio estaba completamente convencido de que su mala suerte con las mujeres estaba motivada exclusivamente por su desafortunado nombre. Si sus padres le hubieran llamado Georgeclooney o Bradpitt en lugar de Fulgencio, su vida habría sido sin duda muy diferente y se lo habrían rifado entre todas, vaya que sí. Pero no, le habían marcado con ese estigma hasta el fin de sus días. Si pudiera, los volvería a matar otra vez. Incluso sopesó la idea de desenterrarlos de nuevo y desmembrarlos, pero finalmente pensó que no merecía la pena. Nadie apreciaría el esfuerzo y la verdad es que ya sólo quedaban los huesos mondos y lirondos. No veáis el susto que se llevó la última vez pensando que unos esqueletos se habían desembarazado de sus progenitores y ocupado su lugar en los ataúdes vistiéndose con sus ropas. Y el lío y las explicaciones que tuvo que dar cuando fue a denunciarlos a la guardia civil por okupas. Pero esa es otra historia que quizás pueda contaros en otra ocasión. Lo siento pero sólo dispongo de 2000 palabras y no es cuestión de desaprovecharlas con digresiones y tonterías varias, qué se le va a hacer, las reclamaciones se las mandáis a Esdrás, que es el mandrias ese cruel que pone todas estas reglas absurdas y tan difíciles de recordar y cumplir. Pero bueno, volvamos a nuestro relato. Fulgencio no estaba lo que se dice muy contento con su nombre y pensaba que era la culpa de todos sus males. Llamándose así sólo se podía ser un labrador pueblerino y cateto, un psicópata perturbado mental y pervertido, o un concejal del Partido Popular. De hecho él era las tres cosas, aunque sólo era completamente consciente de dos de ellas.
-¡Ah, coño! Ju Ju... No la había entendido bien, señorita, perdone usté – (seguro que al lector ya se le había olvidado, pero todavía estábamos esperando la respuesta de Fulgencio a la camarera ¿sí? A ver si prestamos un poco más de atención, leñe, que aunque pueda no parecerlo, esto no se escribe solo. Por cierto, para ambientar la cosa de forma más adecuada, la voz de Fulgencio suena poco más o menos como una mezcla entre la de Marianico el Corto y Valerón. Si no los conocéis, no pasa nada, hacedla como os pase por las narices y ya está, a mí me trae sin cuidado) – Es que estoy esperando a mi cita ciega pa tener una cena romantica e inolvidable. Y ver si pillo cacho, Ju Ju.

Pues sí. En la sección de citas del periódico local, Fulgencio había encontrado dos semanas atrás el siguiente anuncio por palabras: <>

Fulgencio se había quedado anonadado. Parecía una señal del cielo, como si ese mensaje hubiera sido escrito exactamente para él, especialmente la parte de “amante de la naturaleza”, con lo que le gustaban a él los huevos fritos. Lo único que no le hacía demasiada gracia es que ella fuera ciega pero, pensándolo mejor, acabó dándose cuenta de que eso podía más ser una ventaja que un inconveniente. Le escribió y, como fue el único que lo hizo, acabaron quedando para cenar en un restaurante de seis euros el cubierto. Para poder reconocerse, ella llevaría un libro de Proust y él un clavel rojo pasión que se intercambiarían al encontrarse. Si algún lector está pensando en cómo pudo “Botoncito Rosado” leer el mensaje si era ciega, es que es todavía menos espabilado de lo que había imaginado y, contra eso, poco se puede hacer. En cuanto a Fulgencio, ni se le pasó por la cabeza. E incluso si se le hubiera pasado, habría pensado que ella lo habría podido leer pasando la yema de los dedos por encima de las letras.
-¿Y bien? ¡¿Se ha decidido de una puñetera vez ya?!- insistió la camarera con los nervios ya a flor de piel, intentando recordar la cantinela esa de que no hay que estrangular a los clientes.
-¡Huy, que me se ha sido otra vez el santo al cielo ¿verdad?! La culpa es del desgraciado del narrador ese, que no para de dar la brasa el tontolaba, y hace que me despiste tó... – balbuceó el retrasado de Fulgencio con su característica expresión bobalicona – Bueno, esto es una ocasión especial, así que voy a tirar la casa por la ventana. Nos traiga unas lentejas chorizeras y un buen vaso de tintorro, a ver si la atontorro ¡Ju Ju! – añadió dándole un inesperado y buen pellizco en el culo.

Mientras la camarera se retiraba jurando algo en una lengua misteriosamente parecida al arameo, Fulgencio se puso a tararear una cancioncilla (no me preguntéis; imaginaos cómo debe cantar que, ni siquiera siendo yo omnisciente, llegué a reconocerla) a la vez que tamborileaba en la mesa con un tenedor como acompañamiento musical, todo ello sin apartar en ningún momento su mirada de la puerta principal, esperando que en cualquier momento apareciera por ella la mujer de sus sueños.

Y precisamente fue entonces, en cualquier momento, cuando apareció ella, Botoncito Rosado. Hubiera sido mucha casualidad que entrara en el restaurante otra persona con un libro de Proust en la mano ¿no os parece? Me temo que no soy demasiado bueno con las descripciones pero, para que os hagáis una idea aproximada, os diré que la mujer era clavadita-clavadita a Maria Teresa Fernández de la Vega. De hecho no podía parecérsele más porque era ella misma. Harta de un matrimonio lleno de engaños y mentiras, el culmen había llegado tan sólo dos semanas atrás, cuando había descubierto con gran consternación que los dos hijos que ella misma había parido ni siquiera eran suyos sino fruto de una aventura de su esposo. Aquellos lectores que no la conozcan de cuerpo y cara, podéis buscar si queréis alguna foto suya en el google, aunque no os lo recomiendo si tenéis problemas cardiacos. También os podéis imaginar a un espantapájaros o, mejor, una escoba vieja que hubierais tenido que utilizar para apagar un pequeño incendio doméstico.

En fin, Maria Teresa se acercaba con paso decidido y sonrisa resplandeciente buscando con la mirada a su cita, cuando entonces sus ojos se posaron sobre los de Fulgencio, que tenía el clavel rojo prendido del pelo sobre la oreja derecha. Maria Teresa puso primero cara de horror (aunque eso habría pasado inadvertido para el espectador casual, dado que esa era su expresión habitual), hizo como si miraba el reloj (aunque se equivocó de mano) y exclamó “¡Huy, qué tarde!”, se dio media vuelta, y se escapó corriendo de allí a todo trapo. Pero Fulgencio fue más rápido y la trajo arrastrando después de agarrarla por el cuello con el bastón. No sospechó siquiera dado que seguía pensando que su cita era ciega y que simplemente no encontraba el camino hasta su mesa.
-¡¿Botoncito Rosado, verdad?! ¡Yo soy Bradpitt! ¡Bueno, Ju Ju, en realidad soy el Fulgencio! ¡Pero tú tampoco te llamarás Botoncito Rosado ¿no?! – dijo Fulgencio voz en grito, con una erección de cuidado. Entonces se puso de pie, carraspeó, y añadió: - ¡Mientras nos traen las lentejas que he peído, voy a recitarte una poesía que he escrito solo para tú!:

Con cien cañones por barba
Viento en el pompis, ahí tó en bolas,
Viene a toda hostia que te cagas
Un butanero magrebí.
Pajero piratón le llaman,
Porque está tó el día ale que te pego,
Que no existe en tó el mundo conocío
Nadie con un pitorro así.


Ya os he dicho hace un rato que las descripciones no son mi fuerte, pero es que en este caso concreto no creo que nadie en el mundo pudiera haber descrito con la más mínima justicia la expresión de estupefacción y pasmo que había quedado esculpida en el rostro de la anonadada mujer. Tras unos segundos, consiguió reaccionar como si fuera una estatua que volviera a la vida en aquel preciso instante, y dijo con lágrimas en los ojos:
-Dios mío. Creo que es lo más bonito que me han dicho en mi vida. ¿Lo has escrito tú?
-De pé a pá. Pensando en tú – aseguró Fulgencio rojo como un tomate (como un tomate rojo, se entiende, si bien es justo decir que el rojo tampoco se veía mucho entre las pústulas, las costras y la roña que le recubrían su rechoncho rostro).
-No sé qué decir... – dijo ella tímidamente, como una colegiala de las de antes, mientras se sonrojaba, si bien tampoco se podía ver mucho bajo toda aquella capa de cemento que llevaba a modo de maquillaje.
-¿En tu cama o en la mía? – le preguntó Fulgencio un tanto apresuradamente, confundiéndose quizás a la hora de formular correctamente la frase, pero conservando de cualquier forma todo su significado.
-Vamos mejor a los servicios, que yo ya no puedo esperar ni un minuto más, osito mío – contestó picarona y desinhibidamente Maria Teresa Fernández de la Vega mientras le cogía de la mano y le ayudaba a levantarse.
Fulgencio no se lo podía creer. Por fin, después de tantos años, iba a poder mojar. Si su felicidad estuviera representada metafóricamente por el sudor gorrinero, podríamos decir que en aquellos hermosos y exultantes instantes su cuerpo exhalaba felicidad por todos sus poros. Sin embargo, el relato no podía tener más de 2000 palabras, con lo que Fulgencio al final no pudo pillar cacho. ¿A ver quién es el tontolaba ahora? Ju Ju.

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