sábado, 22 de marzo de 2008

FdC.-Terminal

El cartel dice que ésta es la Terminal 2, Salidas. Sé dónde estoy. Tengo miedo.

Un aeropuerto sirve para agarrarte a la tierra; para que el viajero olvide que durante unas horas va a estar encerrado en un aparato falible, frágil, separado de kilómetros de caída libre por una plancha de metal. Algo con lo que sentirse familiar, que le engañe, con colores brillantes y mensajes que le hablan de otras cosas. Pero el hechizo a veces falla: desconchones en la pared que dejan ver una superficie pálida y gris; pasillos laterales con puertas descuidadamente abiertas, impersonales, indiferentes al dolor; la mirada indolente del personal de servicio. Los amplios espacios de la terminal pueden llenarse con angustia.

Tengo miedo porque siempre he tenido premoniciones. El dolor se extiende como un círculo. En este mismo aeropuerto, no hace mucho, tuvo lugar un atentado terrorista. Una esfera pequeña, unos diez centímetros de odio, en total. El círculo de la destrucción, diez, veinte metros. Conteniendo ese círculo, otro mucho mayor, hecho de estupor y de almas congeladas. Pero la chica que se abandona a su dolor por la pérdida de su prometido, lejos, en otra parte del mundo, ensancha el círculo a miles de kilómetros. Y no hablaré del llanto de los huérfanos, que alcanza los oídos de los dioses, y que hace el círculo infinito.

Entonces el dolor me alcanzó antes, como una onda expansiva, hacia atrás en el tiempo. No supe la causa; eso siempre es después de conocer los hechos. Cuando mayor el dolor, cuanto mayor es la pérdida de vidas, más intensa es la sensación de desesperación, de pérdida, de horror.

No pregunto causas. No juzgo. No sé. Sucede.

Y ahora, esa sensación es máxima. Nunca había sentido algo así. Cuánta gente es necesaria para esto, lo ignoro. Puede que un gran número.

Y será aquí.

No he venido porque haya tenido la premonición. Ha sido casualidad, sin avisar. Estaba aquí, y de repente, me ha asaltado, con fuerza. Normalmente me señala otro lugar. Nunca antes había coincidido en el mismo sitio donde iba a producirse el... evento. Lo que sea.

Estoy sudando, a pesar de que la terminal está climatizada. Miro por la enorme cristalera, hacia las pistas. Diviso el horizonte. Y cuando observo fijamente esa línea divisoria entre cielo y tierra, ese confín del concepto de distancia, me siento caer. En muchos sitios, siempre hay algo entre uno y el borde del mundo: árboles, montañas, nubes. Incluso en los lugares donde hay un poquito de horizonte, siempre existe algo para distraer la vista del mismo. Aquí no hay nada; nada más grande que el propio horizonte. Sí, hay alguna construcción suelta, en lontananza, formas dispersas aquí y allá, pero no tienen oportunidad ninguna frente a esa línea enorme, nítida, clara como el abismo que presagia. Es difícil apartar la mirada cuando un horizonte infinito te la absorbe.

¿Cómo puede la terminal proteger a nadie de tanto espacio abierto? La aparente solidez de la estructura es parte de la ilusión que antes decía. Un truco de prestidigitación, donde la mano muerta del arquitecto es más rápida que la vista; más que la mente. Pero el mundo más allá de la cristalera revela otra verdad: que el final de la pista está cerca, cincuenta metros quizá, y de frente.

Los accidentes aéreos son escasos. Los pocos que hay, son sensacionalizados por los medios. Pero existen. El miedo existe. Hay pruebas. En Iberia no hay fila 13 de asientos. Tampoco la hay en Air France, Continental Airlines, AirTran, o KLM. Nippon Airways omite las filas 4, 9 y 13, aunque el 13 esté basado únicamente en el folklore cristiano y vikingo. Cathay Pacific, Malaysian, Singapore, y Thai Airways omiten la fila 13 también. Muchas compañías no tienen un vuelo 13. En Heathrow se dice que el fantasma de un pasajero estrellado en un vuelo de una aerolínea belga en 1948 puede verse a veces en la pista donde sucedió el accidente. Los perros ladran incesantemente en ese punto. El vuelo Eastern Airlines 401 se estrelló en 1972 en los pantanos de Georgia, y partes del avión fueron rescatadas y usadas en otros aparatos. Tripulación y pasajeros afirman haber escuchado en esos aviones la voz del oficial de vuelo del 401 diciendo “no dejaremos que pase de nuevo”.

Uno no factura la superstición, el temor, la desazón: los lleva consigo, como equipaje de mano.

¿Cuántas personas hay en esta terminal? ¿Diez mil? ¿Qué pasaría si un Airbus A300 cae, fuera de control, sobre la misma? En estos casos, en televisión solamente se aprecian los escombros, el humo, la presencia de las fuerzas públicas, quizá algunos cuerpos decorosamente cubiertos, o en bolsas. No se contempla el horror de frente; sólo la sombra del mismo. Las compañías aéreas son poderosas; sería mala publicidad.

Veo una familia escandinava, con niños que avanzan jugando a la pelota: inocencia rubia y con rizos. Veo un reverendo africano, aparentemente solo, aunque el dios al que reza le acompañe. Veo ejecutivos, perdidos en las pantallas de sus blackberries, permanentemente conectados, aislados del destino, creyendo tener control sobre su vida. Veo matrimonios de edad madura, con ese aire de desconcierto y perpetua indignación que transpira con la edad. Veo un grupo de chavales de instituto, sin duda emocionados, y pienso que quizás alguno sobreviva, negándome a aceptar que todos esos hilos de futuro acabarán pronto. Y si no sería peor sobrevivir en ese caso.

Falta poco ya.

No es la muerte lo que asusta. La muerte es inevitable, al fin y al cabo; aprendes a aceptar que no va a faltar un día para ella. Pero es la llegada de la guadaña antes de tiempo lo que es cruel. El no poder terminar con dignidad, el que te pille desprevenido y dejar algo a medias, por hacer. Una vida a medias. Y es la falta de control lo que inspira pavor. Lo mismo que al subir a un avión: tú no controlas nada, pones tu vida en manos de otros, aun sabiendo que nadie está libre de un momento de distracción, de incompetencia, de error. De mala fe. El avión es sólo un ejemplo. En cualquier momento, en cualquier lugar, puede pasar lo impensable, que todo termine. Y no que termine de repente, en un instante, sin consciencia de los hechos, sino que sea un final alargado, vivido desde dentro, sumergido en la agonía.

Puedo negarme a aceptar el miedo, puedo tratar de escapar. Abandonar mis planes, salir de aquí. Pero no hay salida. La única salida de la terminal es volando, o de forma furtiva por algún pasillo poco vigilado hacia fuera de la zona de embarque. Y quizá no sea suficiente, puede que no pueda alejarme tanto, sólo lo bastante como para no morir de repente, sino por partes, herido, inútil, deslizándome hacia la eterna negrura de lo desconocido con los ojos por delante, sin poder hablar, llorar, reír, detener mi caída. ¿No es mejor, entonces, que te pillen de lleno?

Sin embargo, me veo incapaz de moverme de la cristalera.

Podría ser otro atentado. O algo fortuito, como una explosión de gas. O un incendio, y las puertas de emergencia bloqueadas. ¿Puede algo así matar a diez mil personas? Caben tantas cosas espantosas dentro de ese horizonte inerte y helador.

No quiero morir. No quiero morir ahora.

La sensación de inminencia es abrumadora.

Sigo sudando.

No observo nada ahí fuera. A lo lejos, un avión toma tierra. Otro se acerca a la pista, desde allá, en la distancia. Detrás, habrá otros, aunque no alcanzo a verlos. Aunque parecen moverse lentamente, sé que si alguno de ellos se desvía, o chocan entre sí y los restos vienen en línea recta hasta la terminal, no tardarían ni treinta segundos en llegar. No podría correr lo bastante aprisa. Nadie podría.

Cierro los ojos. Una gota de sudor me tiembla en la punta de la nariz. Estamos atrapados, aquí, en este edificio, inmenso sólo en apariencia, pero que se hace infinitamente pequeño frente a la inmensidad del exterior. Los demás a mi alrededor, por misericordia, no lo saben. No son conscientes de lo que va a pasar.

La angustia es un monstruo que me roe las entrañas. Me cuesta respirar.

Me cuesta...

No lo acepto hasta que mi rodilla está apoyada contra el suelo. No puede ser. La terminal gira. Yo giro. Hacia un lado. Es imposible. A pesar de que lo sé, es imposible; la terminal existe para agarrarse a algo. Pero no puede pararme: doy vueltas. O bien es el mundo ahí afuera... pero aceptarlo duele. Eran al menos seis meses. Me lo aseguró el médico. Al menos seis meses... por lo más sagrado, yo solamente quería viajar alrededor del mundo, hacerlo antes de... adenocarcinoma. Esa era la palabra que presidía mis días. Ésa, y terminal, cuando el propio médico la usó... de forma descriptiva...

La lucidez viene. El presentimiento era tanto mayor cuantas más vidas se alejaban de la mía: y ahora se alejan todas.

Siento el suelo deslizarse, aunque sé que es imposible; mis dedos se engarfian, tratan de asir la realidad, arañar un asidero con las uñas... y es inútil. El horizonte, contemplado con un ojo, es una línea atroz y brillante que me espera. Y en un instante paso a sentirme caer, volar, como un muñeco roto, en caída libre, sin nada que agarrar, caer, caer todo el camino desde aquí hasta el horizonte.

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