viernes, 1 de febrero de 2008

14.-La daga

La oscuridad nacía en el horizonte al mismo tiempo que el odio terminaba de invadir la totalidad de mi corazón y envenenar mi malherida alma; el frío y un intenso dolor mermaban mis ánimos de trabajar, pero el rencor que ahora habitaba en mí, gritando y clamando por su libertad, me obligaba a seguir con mi arduo trabajo. Del interior de un armario del fondo de mi herrería llegaba el eco sordo de unas súplicas de rescate. Comencé a recordar cómo había iniciado el suplicio que ahora martirizaba mi vida.

Una tranquila mañana semanas atrás, me desperté como siempre. Me bañé con agua caliente; desayuné lo que mi esposa había preparado horas antes y por fin, con un beso en la frente, me despedí de ella. Me dirigí hacia mi trabajo, como de costumbre. Pero, al estar en el umbral de la puerta, ella me detuvo y me dijo: "Hoy saldré con unas amigas, tal vez regrese hasta muy tarde". Yo no encontré objeción alguna contra tal declaración y únicamente le advertí que tuviera cuidado.

Estando en mi herrería, recibí el pedido de un misterioso sujeto: alto, delgado y de facciones que los años habían castigado severamente. Me pidió forjar una daga; pero no cualquiera, según él, ésta debía ser una obra de arte, debía ser elegante e impetuosa, tenaz y de aspecto frágil a la vez. Él me prometió cualquier cantidad de dinero que yo le pidiera si lograba forjar tan maravilloso instrumento tal y como él me lo pedía.

Nuevamente un eco sordo interrumpió mis pensamientos, pero mi trabajo era más importante que cualquier otro cometido. Empecé a evocar los recuerdos de cómo había iniciado mi noble labor. La misma tarde en que ese extraño sujeto había hecho tan peculiar encargo, inicié a realizarlo. Se me había dado la instrucción de que usara plata pura para elaborar la daga; y así principió mi tarea, tomé una lámina de plata y le fui dando la forma deseado; una hoja delgada, de diseño mesurado, pero agresivo a la vez.

Esa noche, regresé un poco más tarde de lo habitual a mi hogar; me sorprendí de no encontrar a mi esposa, pero recordé de inmediato sus palabras. Me duché y, en una hoja blanca, me puse a imaginar los detalles finales de la daga. Cada vez que trazaba una línea, me parecía sosa e inútil; debía elaborar un diseño perfecto, algo único. El sueño me venció pasadas unas horas después de la medianoche.

El ruido de la puerta principal abriéndose me despertó al amanecer. Mi esposa había regresado siendo ya pasado de las 7 de la mañana.

-Pero... ¿dónde has estado Isabel?- pregunté de inmediato.
-Estoy bien, Adolfo, me quedé a dormir en la casa de una amiga porque la noche me sorprendió muy lejos de aquí.
-¡Por Dios! Me tuviste preocupado toda la noche, pudiste haberme hablado.
-Era cerca de la medianoche cuando llegué a casa de amiga, pensé que ya estabas dormido y que hoy podría llegar antes de que despertaras para no molestarte.
-Bien, pero ¿qué has estado haciendo hasta esas horas?
-Sólo salí de paseo con mis amigas, estuvimos recorriendo las calles sin rumbo fijo y nos entretuvimos toda la tarde en una plaza comercial.

La explicación no terminó de convencerme, pero ella había hablado en un tono tan convincente que no tuve más que aceptarla y pedirle que me preparara el desayuno. Partí hacia mi trabajo, un poco tarde ya. Al llegar, empeñé todo mi esfuerzo en crear la más bella e impetuosa silueta para la daga. Debía manipular el metal con sumo cuidado, con una delicadeza casi femenina. El frío viento de principios de invierno se azotaba contra los cristales que daban a la calle, detalle que no me importaba, estaba ya totalmente absorto en mi misión.

Cincelando un fino grabado en la empuñadura por la tarde, la daga se resbaló del yunque donde la tenía y se enterró despiadadamente en mi pierna derecha; sentí una primera sensación de frío absoluto, dado que la hoja estaba a una temperatura muy alta para poder trabajarla; la hoja penetró profundamente en mi muslo, parecía estarme dando una advertencia: "Abandona tu labor. Desiste y salva tu alma". De inmediato un grito desgarrador rompió la tranquilidad de la noche: mi desahogo después de arrancarme la hoja de la daga con gran dificultad y casi por instinto, ya que me desmayé al instante.

Desperté en un hospital, estaba amaneciendo. Mi esposa no se hallaba a mi lado ni había señales de que hubiera estado conmigo por la noche. No podía mover la pierna izquierda y si hacía el más mínimo intento, me invadía un dolor insoportable. Permanecí varios días inmóvil en el hospital, sin recibir visita alguna más que la de los doctores y enfermeras. Mi pierna sanaba lentamente; y, al quinto día de mi estancia en el hospital, mi esposa llegó corriendo ante mí, me abrazó como se le fue posible y me dio un prolongado beso en la frente.

-Mi... amor... ¿cómo ha sucedido esto? No sabía dónde estabas, pero el hospital me avisó ayer por la noche y preferí venir hoy temprano para no importunarte- se disculpó ella.
-Estoy mejorando, podré caminar en unos días; pero ¿qué estuviste haciendo todo este tiempo sin mí? Acaso, ¿hasta ayer en la noche no había notado mi ausencia?
-No, no. Desde la noche en que no regresaste advertí que algo había pasado, pero confié en que estabas bien. Al segundo día, me preocupé más e intenté buscarte con algunos de tus amigos, pero ninguno me supo decir algo sobre tu paradero.
-Ya veo, y me imagino que los siguientes días me estuviste buscando sin obtener resultados positivos.
-Sí, así fue. Me preocupé mucho por ti al tercer día y fui a tu herrería, pero sólo encontré una daga ensangrentada...
-¡La daga! ¿Cómo estaba?
-Eh... tirada en el suelo junto a un cincel, cubierta de sangre y... no vi algo más.
-¿La tocaste? ¿Le hiciste algo?
-¡No! Para nada, sólo me interesaba encontrarte a ti; la daga no me importó.

Le dije a mi esposa que se retirara, ya que me empezaba a doler la pierna intensamente por moverme tanto. Ella aceptó y se despidió con otro prolongado beso; mas aquel beso no me transmitía sensación alguna, no era de amor, más bien de perdón; era frío e indiferente. Después de otros tres días de reposo y abandono por parte de mi esposa, se me fue dado de alta; pero debía utilizar muletas hasta que la pierna no me doliera al caminar.

Regresé a mi casa por la tarde. Mi esposa no estaba, había una nota escrita, parecía que desde hacía días porque estaba empolvada, rezaba: "Estaré fuera unos días. Si regresas a casa en mi ausencia, espero que te recuperes por completo rápidamente. Hay comida de sobra en la alacena. Nos vemos pronto ". Aquella nota tampoco me convenció y me pareció que mentía más de lo que aparentaba.

No tuve más opción que volver a mi fatídica obligación en la herrería. Tomé todas las precauciones necesarias para evitar que el incidente de mi pierna se repitiera. Después de dos días de no abandonar mi labor, la daga empezaba a adquirir la forma deseada: elegante, impetuosa, tenaz y un frágil aspecto que aparentaba su mortal filo. Regresaba periódicamente a mi hogar para cerciorarme de que mi esposa no hubiera regresado todavía y alimentarme también.

Una silenciosa mañana, mientras cincelaba algunos detalles en la base de la empuñadura del arma, sonó el viejo teléfono de la herrería; me pareció extraño, pocas personas conocían el número, y todos los encargos se hacían personalmente. Respondí, era una voz desconocida, sólo me dio una dirección muy cercana a la de mi casa, me ordenó ir ahí lo más pronto posible y colgó de inmediato. Decidí acudir ya que dijo que convenció por completo: "se trata de tu esposa".

La tarde comenzaba a ceder su puesto a la noche, el frío empezaba a dominar sobre el clima agradable. Llegué dificultosamente hasta la dirección que se me fue dada, era un pequeño departamento. Me detuve unos segundos antes de tocar y pude distinguir la voz de mi esposa y la de alguien desconocido. Entré de golpe, sin pensarlo; caí de bruces al entrar, por la debilidad de mi pierna. Pude ver cómo mi esposa se asomaba por una puerta entreabierta y que era precedida por un extraño hombre.

La ira se apoderó de mí, me paré sin reparar en el dolor que me causaba la pierna herida. Saqué la daga que, inconclusa, había llevado conmigo por conveniencia; este crimen no podía quedar impune. Eso sucedió anoche. Hoy, mi venganza se haría realidad. Las peticiones de libertad resonaban más enérgicamente dentro del armario al fondo del recinto. Toda mi atención se centraba ahora en terminar mi obra maestra, aquella singular daga; bella, pero mortal; elegante, pero salvaje.

Era ya más de medianoche, cuando por fin pude admirar la perfección de mi obra, era de una belleza extraordinaria e insuperable. Había llegado el momento de terminar con mi sufrimiento, de borrar el estigma con el que mi esposa me había marcado. Debía borrar todo vestigio y prueba de aquello, de aquel deshonroso evento.

Abrí el armario, una mirada triste y resignada me recibió; me vi reflejado en los frágiles ojos de mi esposa; ya no clamaba por su libertad, estaba exhausta por gritar tanto tiempo y por el incontenible sueño.

-Aquí termina todo, mi amada. No mataré aquel con quien me has engañado, ¿por qué él? Sólo ha sido una víctima de tu crimen, un instrumento nada más. Eres tu quien merece la culpa y el castigo. Debo terminar con esta marca que arde en mi alma; con el dolor tan profundo que me agobia... lo siento, mi amada, tú así lo decidiste...

Sentí el frío metal atravesar mi pecho, fue una sensación infinitamente peor que la de mi pierna. La muerte es un premio, y uno que sólo merecen aquellos que han sufrido tanto como yo. En cambio, la muerte de los seres queridos es una tortura insoportable, una condena que ni el más valiente puede soportar, una tortura con la que tendrá que vivir mi esposa.

Escribo estas líneas desde la tumba, para que conozcan mi historia; para que sean jueces y verdugos de un relato que me costó la vida; una historia de justa venganza, de cruel y redentor castigo.

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