viernes, 1 de febrero de 2008

4.-El camaleón

Para lo que necesitaba hacer, tenía que librarse de aquel individuo lo más pronto posible. Estaba claro, mucho más que aquellas retorcidas y estridentes vidrieras que en ese momento miraba arqueando la ceja derecha, gesto típico en él cuando algo le preocupaba. Jack, estaba hastiado de esa vida. Ya no quería mirar detrás de cada esquina con inseguridad. No deseaba encontrase con el cañón de algún tipo sin escrúpulos apuntándole a la cabeza mientras se comía un plato de spaguetti.
“Tengo que terminar con esto”. Era un pensamiento que le atormentaba todos y cada uno de los días.
Decidió que ese sería su último trabajo. Ya se lo había hecho saber al Jefe. Y la respuesta fue cuando menos ambigua, por no decir que casi le llegaban los escupitajos a través de la línea telefónica. En su dilatada trayectoria como espía, suplantador y asesino eventual, Jack Ribley se había encontrado con muchos escollos, pero ninguno tan peculiar como el que ahora se le presentaba. El último encargo recibido de la agencia le había desconcertado sobremanera:
“¿A quién se le ocurre suplantar a un cura para matar a un muerto?”, pensó. “¡Hay que ser imbécil, esto es de locos!” se dijo un tanto apesadumbrado mientras se ajustaba la sotana disgustado. “Esas vidrieras las ha tenido que hacer el mismo diablo”, se dijo mientras miraba los inquietantes cristales con retorcidos motivos contorsionándose en posturas imposibles.
El caso es que ahí estaba, con los atavíos propios de un sacerdote, dispuesto a dar ”misa” por sexta vez esa semana, delante de fieles devotos de un Dios, que a él no le había tratado demasiado bien. Pero que de momento le respetaba. No lograba entender por qué esa marabunta de fanáticos aceptaba y acataba las palabras que decía en cada ceremonia sin asomo de duda o asombro. Había hecho algún experimento durante uno de los actos, incluyendo frases de su propia cosecha durante el oficio: “El señor nos quiere y nos ama,… ¡AMADLO A ÉL TAMBIÉN COMO BUENOS HIJOS Y OFRECEDLE HOY MÁS QUE NUNCA! ¡ TIEMPOS TEMPESTUOSOS NOS ESPERAN A LOS SIERVOS DEL SEÑOR!”, había dicho el día anterior. Resultado:
El “cepillo” recibió una cantidad ingente de billetes de los grandes y un “Amén” igual de respetuoso que el del día anterior.
Jack hizo cábalas mientras se acicalaba para volver a dar la función. El trabajo tenía que ser metódico y limpio. Ya se lo habían advertido en la agencia. Recordó como le habían entregado el encargo. Por supuesto, el método era siempre el mismo, nadie le da un mensaje a alguien de la agencia, si no es de la propia agencia. Cuando pasaba algo ajeno a esta regla, habitualmente acababa con uno de los dos, ya fuera transmisor o receptor, con dos agujeros perfectos en la cabeza y cuatro palmos de tierra encima.
La fría misiva recibida dos semanas antes por parte de otro, no menos frío y anónimo colaborador de la agencia rezaba así:
Debe presentarse en la iglesia de Old North, (Maine) el día 18 de Febrero alegando que es el cura en sustitución del Padre Damien, su nuevo nombre es Constanza, Paolo Constanza. Todo lo que necesita lo encontrará en el sitio acordado, junto a un manual de instrucción y dos herramientas indispensables. El objetivo es Pierre “el Turco”, ya le conoces. Dado por muerto hace dos meses, resulta que ese hijo de puta tiene más vidas que un gato. Le aconsejo que durante la semana previa a personarse en Old North, vaya a misa.
“Ya lo creo que le conozco”, había pensado cuando leyó detenidamente el nombre y recordó cómo, (supuestamente) caía fulminado en el “Blue Velvet” atravesado por tres raciones de plomo que él mismo le mandó. La letra era inconfundible. Era del “Jefe”. Lo cual era sinónimo de que no había margen de error posible. A uno le daban “pasaporte” por mucho menos que cagarla en un trabajo. Junto a la carta, venía anexo un informe con todos los detalles sobre las costumbres y el nuevo aspecto del Turco. También especificaron que el día 27 de ese mismo mes, el Turco tendría que ir irremisiblemente al camposanto a llorar por la pérdida de algún ser querido. “Luca, Sonny y los muchachos se encargarían de ello”, decía textualmente el informe.
Ese día era mañana. Ya solo tenía que oficiar un día más ese absurdo teatro de títeres. Y mañana acabaría esa pesadilla de disfraces, embustes y violencia en que se había convertido su agitada vida. Jack levantó los brazos vehementemente. Las marionetas se pusieron de pié.
La ceremonia pasó sin pena ni gloria. Jack hizo su trabajo. Mentir. Y lo hizo bien, como siempre. No se le escapó la cara de su objetivo. Entre los fervientes seguidores y los dos armarios que le escoltaban se camuflaba a la perfección. El Turco también sabía hacer bien su trabajo y su trabajo era no ser visto. Pero Jack sí le vio. Ese día el cepillo no tuvo tanto trabajo. Mientras miraba como se marchaban los fieles pensó en el mal rato que le esperaba al Turco un par de horas después.
Esa misma tarde antes de ir a dar misa, había recibido una llamada. Era Luca:
“Jack, soy Luca”. Jack recordó el ruido de un mechero, que con toda seguridad encendía un habano. “Esta noche vamos a darle matarile a uno de los armarios. A Pietro. Tengo ganas de preguntarle un par de cosas a ese jodido bastardo. ¿Te han dicho alguna vez que cuando te estás ahogando pasa toda tu vida ante tus ojos? Sí, creo que utilizaré esas mismas palabras. Es elegante ¿no?”
Mientras se quitaba los atavíos del oficio reflexionó acerca de las palabras de Luca. Cada día le costaba más concebir la convivencia con tipos como él. Luca tenía un sangriento currículum a sus espaldas, los servicios funerarios hacían buen negocio con él. Era bueno en su oficio. Pero sus métodos expeditivos levantaban una barrera infranqueable de enemistad con Jack. Un muro, que Jack no tenía la más mínima intención de derribar. A Jack Ribley, no le gustaba asesinar si no era estrictamente necesario y bien pagado. A Luca sí. Aprovechaba cualquier ocasión para aumentar su macabra lista, incluso cuando la paga no era generosa. Carecía de remordimientos. Y pocos eran los que le podían echar algo en cara sin salir mal parado. Jack era uno de esos privilegiados. Pero por norma general, no solía tentar a la suerte más de lo estrictamente necesario.
Una vez llegó al apartamento que le tenía reservado la agencia, se quitó la máscara de sacerdote compasivo Constanza y se dispuso a repasar las notas y el equipo. Evidentemente, las dos herramientas necesarias que le envió el Jefe, no podían ser otras que su rifle de precisión y una nueva identidad junto a otra nueva cara y otro nuevo aspecto. Jack miró todo el material con gesto cansado.
—Otro más… otro maldito disfraz de nuevo—, dijo entre dientes mirando su futuro inmediato.
Sonó el teléfono. Jack se acercó el auricular al oído:
—¿Padre?— dijo una voz angustiada entre sollozos.
—Al aparato, dígame… No llore por favor. ¿Es usted Belinda?
—¡PADRE! ¡HAN MATADO A MI MARIDO! ¡ESOS HIJOS DE PERRA HAN MATADO A PIETROOOO!— una oleada de horribles sonidos agredieron el oído de Jack.
“Ya está hecho”, pensó.
—El Señor le acoja en su seno— dijo escuetamente Jack, en un derroche de hipocresía. Pensaba en qué habría visto Pietro, mientras le ahogaban en su propia bañera. Siguió hablando con la desdichada muchacha. Pero no la compadeció. A buen seguro, Pietro habría hecho lo mismo con Luca de haber podido. Era habitual que las esposas naufragaran siempre en el mar de la ignorancia. Casi nunca sabían nada respecto a los trabajos de sus maridos. Sobre todo de ése tipo de trabajos. Al final acordaron celebrar el funeral a las diez de la mañana. Jack colgó el teléfono mientras escuchaba los desconsolados llantos de Belinda. La inocente Belinda. La ignorante y felizmente enviudada Belinda. “Aunque no lo imagines, no sabes lo bien que estás sin ese cabrón a tu lado… Belinda”, caviló Jack, mientras miraba el teléfono. Todo lo demás vino rodado. El plan seguía su curso. Tenía más que estudiada la posición desde la cual daría fin al contrato, “sólo una lápida más” pensó, lúgubre y ausente.
A las 9:30 estaba en posición. En la azotea del edificio “Cristal”, a escasos cincuenta metros del Cementerio. Esa fachada no tenía unas vistas muy alegres, pero a Jack le vino de perlas. El edificio se alzaba muy por encima del camposanto. La visión era perfecta y la posición de tiro inmejorable. Los minutos pasaron deprisa. Jack fue armando su rifle con metódica precisión. El ritual dio comienzo en ese mismo instante en el que la mira del rifle se deslizó suavemente por el carril que había sobre el cañón del arma. Sacó del bolsillo interior una petaca llena de Four Roses y se echó la mitad al coleto. La guardó y se frotó los ojos suavemente. Los dejó cerrados durante unos segundos, le ayudaba a calmarse antes de darle el billete a alguien. Estiró los brazos intentando descargar un poco de tensión. Y por último, arqueó la ceja derecha mientras cerraba ligeramente el ojo izquierdo mirando por el visor.
Ya solo faltaban cinco minutos. Calibró la situación y vio mucho movimiento alrededor de un grupo de gente. Por fin, el Turco bajó de un enorme automóvil negro, rodeado de enormes tipos. También vestidos de negro, como era menester.
Jack acomodó el rifle. Empezó con su personal oración:
—La última vez Jack, será la última vez Jack… No falles Jack, será la última vez, no falles…
El Turco empezó a caminar rodeado en todo momento. El objetivo no era limpio. Lo siguió durante unos segundos de incertidumbre. La diana parecía nerviosa, como si intuyese que algo no funcionaba. Por fin se detuvo a unos metros del grupo principal de gente. Era el momento. Era un blanco perfecto.
“Será la última vez… No falles Jack…”
Como si de una advertencia divina se tratase, el Turco logró enfocar la vista y vio algo que no vislumbró nadie más. El cañón que sostenía Jack. Sus miradas se cruzaron por un momento y en ese instante, los ojos de “El Turco”, imploraron una prórroga que Jack no le concedería.
“…No falles…”
Jack apretó suavemente el gatillo. Y las seis vidas restantes del Turco se esfumaron de un plumazo. Se desplomó limpiamente ante la mirada atónita de la parroquia, con un túnel artificial de oreja a oreja. Jack siguió mirando el caos que se desarrolló en torno a la víctima. Quería cerciorarse de que esta vez, el Turco no se levantaría. Y no lo hizo. Sin hacer el menor ruido, se giró y empezó a desmontar el arma con celeridad. Cerca de la puerta de la azotea, tenía preparado su nuevo disfraz. Su último disfraz. Ya pensaba en su nueva vida sin máscaras. En una casita en Canadá, pescando y a ser posible, follando todo lo que pudiese. En un par de horas llamaría al Jefe y cerraría esta locura de sangre y dolor. Este maremágnum de falsos disfraces e intolerable hipocresía. Una vez tuvo el rifle desmontado y camuflado perfectamente en su maletín se dirigió a la puerta para iniciar su última metamorfosis: De Paolo Constanza a Chuck Jensen, vendedor de enciclopedias. “Como un jodido camaleón”, se dijo Jack.
A unos metros de llegar a su meta, Jack escuchó un sonido quejumbroso. Los goznes oxidados trabajaron cuando se entreabrió la puerta de la azotea.
Jack sabía quién aparecería en el quicio de la misma… mucho antes de que se abriese del todo…
Era Luca.

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