domingo, 3 de febrero de 2008

5.-No me dejes

No tengo muy claro hacia dónde me llevan mis pasos. Sólo sé que estoy concentrado en el sonido que sacan. Ese clap-clap constante e hipnótico que se abre paso entre las hebras de bruma de noviembre y que rebota contra los muros de las casas del puerto y que me impide pensar. Apenas veo nada a mi alrededor, aunque tampoco es que me fije demasiado. Todo está cubierto por esta especie de mortaja sucia que tan bien combina con mi estado de ánimo. Avanzo por el espolón del muelle, poco más que un artrítico dedo de piedra que, como un falso y lascivo Moisés penetra en las aguas separándolas, para llegar al banco que descansa a los pies de una maltrecha farola casi sin fuerzas para alumbrar. Me siento y miro al frente. Ante mí un sol derrotado y a punto de morir, incapaz de vencer a los nubarrones, revela a mis ojos un fotograma de negros y grises. En el horizonte, cielo marengo y mar sombrío se funden en un oscuro e inquietante abrazo.

Saco un Gauloises y lo enciendo mientras pienso que esta vida es una mierda. A fin de cuentas, ¿en qué consiste? Naces, trabajas y te mueres. En ese mismo orden. Vamos, puro existencialismo vital. Y si tienes algo de suerte puede que encuentres a alguien que te quiera y a quien querer. Y yo creía haberla tenido. Al menos hasta esta mañana en que ella me dijo que hiciera las maletas. Lo malo es que sabía que tenía razón en pedírmelo. Reconozco que no soy un hombre fácil, quizá demasiado introvertido como para hacerla partícipe de toda mi vida fuera de lo puramente nuestro, quizá hambriento de cariño más allá de lo que ella puede otorgar, quizá un autista emocional incapaz de querer por querer, quizá generoso aunque esperando retribución de modo que mi generosidad es falsamente gratuita, quizá poco celoso al carecer de sentido de la propiedad, quizá un cobarde, quizá alguien que no sabe amar, quizá… Demasiados quizás sin respuesta.

La culpa se transforma en algo denso, poderoso y cae sobre mis hombros sin aviso, dejándome sin fuerzas para hacer frente a la congoja que estrangula mi garganta. No puedo evitarlo. Primero un sollozo, luego otro y finalmente un río de lágrimas que la fría brisa se encarga de arrastrar al mar en una especie de inútil sacrificio de agua y sal. No hay catarsis, ni desahogo, ni paz en mi llanto. Sólo angustia que pronto se rebela contra ella. Mi mente acelerada y ególatra busca sobrevivir.

¿Por qué? ¿Por qué no ha podido dejar atrás todo el lastre de nuestras miserias en común? ¿Tan malo es olvidar? No entiendo su necesidad de recrearse en el cáncer de pasadas discusiones, de los malentendidos. Para qué sacar la basura de debajo de la alfombra del rencor si no nos lleva a ningún sitio. Además, nada fue tan grave como para condenar a muerte nuestro amor. Sí, cometimos errores. Ambos. Tal vez, yo más que ella. Pero en lugar de aprender de ellos prefirió atrincherarse en los baluartes del desprecio, del resquemor y de los silencios prolongados dejando que se enquistaran y armada con la hiel y la crueldad ha dado el golpe de estado que me ha arrancado de su corazón y de su vida. ¡Zorra! ¡Zorra!...

…¡Amor mío!

Y sin ella, no soy nada. Lo sé.

Ella… también.

Una gaviota lanza un chirriante chillido, similar al llanto de un niño, reclamando mi atención. Alzo una mirada ciega y una fina llovizna comienza a caer. Incluso el cielo llora. Como yo lo he hecho ante ella, jurándole mi amor, prometiéndole cuanto estaba en mi mano e incluso más allá. Promesas hechas de corazón, sinceras, aunque no nuevas. Y ajadas por el uso han perdido su valor, no han servido ni como de moneda de cambio, ni como puente a segundas oportunidades. Ella ya no está dispuesta a recorrer el mismo camino conmigo con la certeza de volver a tropezar en una piedra que siempre permanecerá en el mismo lugar. ¡Maldita sea! ¿Por qué ahora sé? ¿Por qué nunca se recobra lo que tan fácilmente se dilapidó y sólo con la consciencia de jamás recuperarlo es cuando nace una inútil sensatez?

He llorado, he gritado, he jurado, he prometido, he recordado cuanto de bueno hubo. Inútilmente. Ha permanecido inalterable aunque su rostro hablaba mudo de los destinos a los que la he conducido. Las rodadas de la infidelidad en torno a sus ojos, el ceño fruncido por los atajos de ofrendas no otorgadas, la tristeza en las sendas de sus comisuras. Y si me hubiera atrevido a bajar la mirada habría descubierto en sus muñecas las viejas trochas abiertas por la desesperación.

Finalmente, ha hablado. Y con tres palabras ha sentenciado.

- Hay otra persona.

Y con tres palabras me he sumido en el infierno de la humillación.

- No me dejes.

Y ahora estoy aquí, en este banco, bajo esta oxidada farola devorada por el salitre mirando un mar frío y calmo, negro como el abismo al que parezco estar condenado. Una voz rota, una nota desgarrada se alza airada desde mi garganta.

- ¿Por qué me has dejado? ¿Por qué? ¿Por qué?

Y la desesperanza grita a su vez pidiendo, exigiendo, voluntarios. Y yo, que tan solo alcanzo a ser la sombra del hombre que fui, doy un paso al frente.

El agua está fría.

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