viernes, 1 de febrero de 2008

4.- La fortuna sonríe a los valientes



El día había amanecido gris plomizo. Salí rápidamente a la calle. Llovía y yo había olvidado mi paraguas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Cómo había llegado a aquella situación? Hasta entonces, siempre había tenido las cosas muy claras, unos objetivos marcados, una existencia pacífica, sencilla, ordenada y, al menos, eso creía, feliz. Pero, en aquél momento, todo estaba patas arriba. Sentía que había perdido por completo el control de mi vida. Como si alguien representara mi papel en el escenario mientras yo contemplaba con horror el devenir de los acontecimientos desde el patio de butacas.

Me detuve un momento, nervioso, antes de abandonar el resguardo del alero de mi edificio. Pensé en subir a mi apartamento, aparecer allí empapado podía no ser la mejor idea, pero sabía que si volvía no iba a atreverme a salir de nuevo. Por lo menos no era más que una tormenta de verano y hacía buena temperatura, aunque, según como acabase todo —y lo peor es que no podía decidirme entre que las cosas salieran bien o mal— una neumonía mortal parecía bastante prometedora. Con un suspiro de resignación me abroché la gabardina, miré aprensivamente a mi alrededor, comprobé que aquello seguía en mi bolsillo y eché a correr calle abajo.

Parecía que todas las —pocas— personas con las que me cruzaba me miraban con sospecha. Como si supieran el terrible secreto que se ocultaba en el bolsillo de mi gabardina. Pero no era una sensación nueva. Llevaba semanas escondiendo cosas y con la constante sensación de que iba a ser descubierto. Se lo había ocultado a casi todo el mundo: a mi novia, a mis amigos, a mi familia… A algunos no se lo podía decir por obligación pero, a la mayoría, no me veía capaz de explicarles cómo me había visto envuelto en algo así. Probablemente pensaban que cualquiera antes que yo tenía más posibilidades de acabar en una situación como aquella. Pero, no, allí estaba, corriendo bajo la lluvia dispuesto a tirar mi vida por la ventana. Por si fuera poco, aunque la mitad de mi mente hablara de «coacción» y de «no tener otra salida», la otra mitad estaba deseosa de utilizar lo que había en mi bolsillo para cambiar la vida de otra persona. Radicalmente.

Estaba tan nervioso como cuando había ido a comprarla, un par de semanas atrás. Me habían hablado de un sitio de confianza en el barrio antiguo de la ciudad. Un sitio donde no hacían demasiadas preguntas incómodas. En realidad no hacían falta preguntas aquella tarde para hacerme sentir incómodo. Me bastó con ver al gorila con cara de pocos amigos —y una semiautomática aún menos amigable en la cintura— que custodiaba la puerta bajo aquellos soportales ruinosos. El interior del «establecimiento» tampoco era muy alentador. Tras pesados candados y cristales reforzados, las piezas de mayor calibre estaban expuestas en las vitrinas de las paredes. En el mostrador se exhibían las manuales, decenas de modelos. Mientras esperaba al vendedor no pude evitar pensar en cuantos hombres habrían visto sus destinos sellados por culpa de objetos como aquellos.

El hombre que salió de la trastienda me miró con una expresión que mezclaba la sorna y la compasión. Era un tipo mayor, de sesenta y muchos, con unas gafas extrañas y aire enfermizo. Parecía que llevase años sin salir de aquél zulo. Me preguntó que qué quería con un tono irritado y, tras informarse sobre mis necesidades particulares rebuscó en el mostrador durante unos segundos. Al final me tendió una caja. «No es muy impresionante, ¿cree que será suficiente?» le pregunté tras comprobar el contenido. «Por lo que me ha contado, me parece que la discreción es su mejor aliada y, descuide, con esta no creo que se le pueda escapar» contestó él. Cuando me disponía a marcharme, después de pagar, me alegré de haber llevado una mochila, no era cuestión de ir con una bolsa de aquél sitio por la calle. Al caminar hacia la salida fue cuando escuché a mi espalda el sonido de un rifle al recargar. Me paré en seco mientras un escalofrío recorría mi espalda pero, al volverme, no encontré al siniestro anciano encañonándome. De hecho apenas pude verlo mientras volvía a la trastienda. El sonido que había alimentado mi ridícula paranoia era el que producían los engranajes de un llamativo reloj de pared que se disponía a dar la hora. Las siete de la tarde. La primera campanada resonó en todo el local y en mi cabeza. Fúnebre presagio. Salí casi corriendo de allí sin volver la vista atrás.

Cuando llegué a casa la escondí en un cajón de la mesilla de noche. Estuvo allí algo más de diez minutos. Ningún sitio me parecía seguro así que, después, pasó por el aparador del salón, el cajón de los calcetines y un mueble de la cocina hasta acabar detrás de un montón de libros en la estantería de mi estudio. Pero mi hermana solía venir de vez en cuando con mi sobrina y, si trepaba un poco, la niña podría llegar hasta el estante en cuestión. Al día siguiente la caja fue trasladada al altillo de un armario en el que guardaba un montón de trastos inservibles. Durante las dos semanas que pasaron hasta la noche anterior, abrí la puerta del dichoso altillo todos los días. Incluso varias veces. Al final, antes de irme a dormir la puse sobre la mesilla de noche para irme mentalizando de que tendría que usarla la mañana siguiente. Por supuesto, no pegué ojo. Entonces, mientras corría para llegar del alero de un edificio al siguiente, me decía a mí mismo que si llegar empapado no era una buena idea, enfrentarme a aquello medio dormido era una idea aún peor.

Al cruzar la última calle me detuve frente al lugar al que me dirigía para recuperar el aliento. Mientras miraba el familiar rótulo del café Formosa me parecía que el corazón se me iba a salir por la boca y no era por la carrera bajo la lluvia. Antes de mirar a través de los ventanales ya sabía con toda seguridad que iba a encontrar a quién estaba buscando. Conocía su rutina como la palma de la mano: salía de casa temprano, compraba el periódico en el quiosco de la esquina y se pasaba toda la mañana en el café. Sin embargo, mirar al interior del Formosa me dio una pequeña alegría. La cafetería estaba sorprendentemente vacía para ser casi las diez. Cinco ancianas jugaban a las cartas en una mesa cercana a la puerta. Mis ojos se volvieron en seguida hacia mi objetivo, al fondo, cerca de la barra. Un hombre de más de sesenta, con el pelo canoso engominado hacia atrás, leía un ejemplar de «El Mundo» mientras una taza humeaba sobre su mesa; detrás de él, la camarera limpiaba la barra. El hombre del periódico vestía un traje oscuro pulcramente planchado. Un sombrero y una gabardina también oscuros descansaban sobre la silla contigua.

En aquél preciso instante mis fuerzas flaquearon. No me hacía falta comprobar nerviosamente si la tenía en el bolsillo. Su peso se dejaba notar lo suficiente para impedirme dar un paso. O quizás sólo sucediese que estaba demasiado fuera de mí para ordenar a mis piernas que se movieran. En cualquier caso, estaba seguro de que me obedecerían para correr siempre que fuera en dirección contraria. Entonces mis ojos se encontraron con los de mi reflejo en el cristal. Esperaba verme ojeroso, demacrado y pálido: un animalillo empapado e indefenso. Sin embargo, para mi sorpresa, la mirada de mi reflejo era la de un hombre joven y decidido y el pelo oscuro mojado y las mejillas levemente sonrosadas por la carrera bajo la lluvia no hacían sino incrementar esa sensación de vitalidad y juventud. Aunque nunca me había considerado feo, por ridículo que parezca, en aquél momento me vi atractivo. El rostro del cristal me devolvió una sonrisa y mi corazón se conformó con latir fuerte y orgulloso dentro de mi pecho. Una sensación cálida recorrió mi espalda húmeda por el sudor y la lluvia. Mi cerebro desechó los temores, la adrenalina corrió libre por mis venas y en aquél momento me supe capaz de todo. «Ahora o nunca, pensé. O acabo con esto o lo lamentaré durante toda mi vida.»

La puerta se abrió haciendo más ruido del deseable aunque sólo las ancianas levantaron la vista cuando entré. Posiblemente la partida de cartas era menos interesante que un apuesto —me lo estaba empezando a creer— joven empapado. Sin embargo, para su probable desilusión, a penas las miré. No me hacía gracia tenerlas de testigo pero dada la situación era inevitable. Avancé decidido entre las mesas, las hubiera ido apartando a mi paso si hubiera sido necesario. Nada podía detenerme ya. La camarera me miró acercarme con una expresión de asombro. Llevaba una bandeja en las manos cargada de tazas limpias. El hombre del periódico no levantó la mirada ajeno a mi entrada en la cafetería. Me fijé inconscientemente en que leía la sección de internacional. Antes de que pudiera darme cuenta estaba justo a su espalda. La camarera estaba ahora frente a mí, con su bandeja, y seguía mirándome de los pies a la cabeza como si estuviera indignada por que le estaba mojando el suelo.

La indecisión volvió de nuevo y me quedé paralizado. Una voz en mi cabeza gritaba «¡Qué estás haciendo!» Pero ya no había vuelta atrás, estaba haciendo lo que tenía que hacer. Eché la mano derecha al bolsillo y aferré aquél objeto frío y duro y, por primera vez, me hizo sentirme más seguro de mí mismo. Era la única forma de poder llevar una vida tranquila y feliz y nadie —ni yo mismo— podría convencerme de que había otra salida.

—Alex —gruñí tras ganar la batalla por el control de mis cuerdas vocales.

El hombre del periódico se quedó quieto a medio pasar una de las hojas. No obstante, enseguida terminó el movimiento y sacudió levemente el diario para que no se doblara hacia atrás. Siguió leyendo con total indiferencia, como si aquello no fuera con él.

—Alex —repetí tras carraspear para aclararme la voz que siguió sonando temblorosa.

Saqué rápidamente la mano del bolsillo pero ahora empuñaba algo negro y pequeño. La camarera, que creo que me había dicho algo, soltó un gritito y la bandeja se le escapó de las manos. Las ancianas me miraban atentas. El hombre del periódico seguía impasible. Pareció que pasaban horas hasta que la primera taza se hizo mil pedazos al chocar contra el suelo y días hasta escuchar el sonido metálico de la bandeja al caer. Pero ya no había dudas ni temores, mi cerebro sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Casi pude sentir el impulso nervioso que viajaba como un relámpago hacia mi índice antes de escuchar el sonido que hizo el objeto cuando mi dedo se contrajo.

Entonces, mientras los últimos fragmentos de las tazas aún saltaban por el suelo, hinqué una rodilla —no me clavé uno de milagro— y mostrando a la camarera la alianza que había quedado al descubierto al abrirse la cajita de la joyería dije:

—Alejandra, ¿quieres casarte conmigo?

No hay comentarios: