sábado, 22 de marzo de 2008

13.-Muñequitas

En el centro del salón de un piso de estudiantes brillaba con luz propia (recién instalada) una gran casa de muñecas de madera de estilo victoriano. Tres muchachos se hallaban en torno a ella.
-Gaby, eres un artista –dijo la chica, una guapa veinteañera de pelo largo y negro, mientras jugueteaba con las pequeñas lamparitas de la casa.
El aludido, un chico castaño, se limitó a sonreír mientras se sacudía de los pantalones trocitos de cable sobrantes de la instalación eléctrica.
-No sé qué tiene de increíble, María –interrumpió el tercero, un muchacho con el pelo rubio cortado al uno- Si Gabriel, que ya es casi un arquitecto, no es capaz de montar una tontería así...
-Sergio, no me compares un bloque de viviendas con una casa montada por fascículos –se defendió ella.
-Sí, claro, por supuesto -replicó con sorna-, es mucho más complicado armar una estúpida casa por entregas que diseñar desde cero un edificio habitado. Además –continuó- mereció la pena perder todo este valioso tiempo de estudio. Por cierto, ¿Cuánto te costó en total? ¿150€? ¿200€?
-¿Y a ti qué mas te da lo que yo haga con mi dinero? –replicó la muchacha.
-A mí me suda la polla todo lo que tú hagas con cualquier cosa.
-Sergio, déjalo ya... –intentó intervenir Gabriel.
-Además, ¿Para qué coño quieres este trasto? ¿Vas a ponerte a jugar a las muñecas en tu tiempo libre? ¡Apuesto a que de aquí a una semana la tiro a la basura y no te darías ni cuenta!
En aquél momento se abrió la puerta principal y entró Sandra, una muchacha un poco bajita y rellena, con el cabello oscuro recogido en una cola de caballo. Regresaba de estudiar en la biblioteca –con aquél par peleando cada cinco minutos era imposible hacerlo en el piso-. Nada más cerrarla se llevó las manos a la cara.
-¡¿Pero quién ha sido el...?!
-Sandra, quieres dejar de gritar... –la reprendió Gabriel, con aire cansado.
-¡Pero mira cómo me habéis dejado todo el salón de plástico, astillas, y serrín! ¡Claro, como en esta casa sólo limpio yo...!
-Ya, pero Sandy, ¿No te parece preciosa? –intervino María, señalándole la casita.
Sandra sólo la miró durante un segundo.
-¡EA, otra cosa haciendo bulto!
Fue la gota que colmó el vaso. María se encerró en su cuarto el resto de la tarde, y no quiso hablar con nadie.


Al día siguiente María se levantó muy temprano para ir a la biblioteca. Mientras se vestía, advirtió el sonido de unos pasos en el pasillo. Parecían de hombre, con un caminar pesado y lento...
-¿Gaby? –llamó- ¿Eres tú?
Los pasos se detuvieron, pero reanudaron su marcha al poco rato. Más rápido.
-¿Te pasa algo? –insistió- Creía que te quedabas a estudiar en casa de un compañero.
Los pasos aumentaron su ritmo y su fuerza, convirtiéndose en una precipitada carrera de que acercaba.
-¿Gaby? ¿Eres Gaby? –gritó María a la puerta- ¿Sergio? ¿Sandra? ¡¿Quién es?!
La puerta se abrió.
-¿Qué coño te pasa María? –era Sandra, en pijama y con los ojos irritados por la luz de la habitación - ¿Te crees que son horas de dar voces?
-Sandra, ¿No erais Gaby, Sergio o tú el que estaba paseando por el piso hace nada?
-¡Gabriel no está! ¡Y yo dormía hasta que me despertaron tus gritos!
-A ver, ¿Qué pasa con la cría? –rezongó Sergio desde detrás de Sandra –¿Es que ahora le tiene miedo al taconeo del vecino?
-¿Tú también oíste los pasos? –inquirió ella.
-¡Yo qué voy a oír! Yo no necesito fantasmas para ser interesante.
-¡Basta! –gritó de pronto Sandra- ¡Si vais a pelearos os piráis a la calle, porque yo he dormido muy poco por culpa de toda la mierda que dejasteis ayer con la asquerosa casa como para ahora aguantaros a ustedes dos!
María y Sergio se miraron con furia.
-Me largo –dijo María finalmente.
La chica cruzó como un rayo el salón, pasó por delante de la casa de muñecas sin hacerle ningún caso y trató de salir. Pero, para su sorpresa, la puerta de entrada no se movió.


Pasaron los tres casi una hora manipulando el pomo y la cerradura, pero nada. Sandra estaba ya muy nerviosa, y comenzó a comerse las uñas.
-Tranquilízate ya, Sandra –la reprendió Sergio-. Llamaré al cerrajero cuando abran los comercios, dentro de una hora y pico.
-¿Y qué hacemos mientras?
-Pues nada. ¡Joder, Sandra! Si a esta hora nunca sales, que más dará que la cerradura esté trabada.
Sandra calló, pero lo cierto es que no estaba mucho más tranquila. El pensar que estaban encerrados y que, si pasaba algo, nadie podría entrar a salvarla la hacía sentir muy nerviosa y asustada. De pronto se dirigió hacia la salita.
-¡Sergio! –llamó María- ¿Has hecho tú esto?
Señalaba a la casita. Habían aparecido en su saloncito tres pequeñas figuras de madera con un parecido asombroso con ellos.
-No.
-Estas muñecas no estaban ayer, ¿Pretendes acaso asustarme? ¿Que crea que unos espíritus las han puesto ahí o qué? Porque sé que Sandra no ha sido.
-¿Y de dónde, según tú, las he sacado? –preguntó Sergio lánguidamente- ¿Pacté con el demonio para que me diera un curso acelerado de escultura y budú?
-A Gaby le llevó casi una semana acabar la casa, pudiste haberlas hecho durante ese tiempo.
-Te repito que yo no he sido. Pero tienes razón, estas muñecas son de pésimo gusto. En especial ésta –tomó la que se parecía a María-. Su cara es horrible, creo que debería arrancársela...
Una repentina bofetada lo acalló, y María le arrancó de las manos la muñequita. Sergio se quedó un momento sin reacción, abriendo y cerrando los puños. Ella retrocedió un poco.
Sandra volvió de pronto al salón.
-¡Chicos, he llamado a los bomberos!


-A última hora podríamos haber esperado a llamar al cerrajero –refunfuñó Sergio.
Ya habían pasado casi dos horas desde la llamada, afuera ya amanecía. María se había quedado dormida en el sofá, y Sandra había decidido limpiar a fondo las estanterías para distraer la ansiedad.
Al ver que nadie contestaba, Sergio se levantó y se dirigió hacia la pequeña salita, donde también tenían el teléfono. Descolgó y marcó el número de emergencia, pero no obtuvo respuesta. Entonces se percató de que no había línea. Accionó rápidamente los interruptores de la luz, pero tampoco pasó nada. Regresó al salón, donde Sandra trataba de encender la televisión.
-No te molestes, no hay electricidad –le dijo, y se giró para no ver su cara de susto –Voy a llamar por el móvil, no te preocupes.
-¿Quién ha movido las muñecas? –dijo María, que se había despertado.
Sergio levantó la cabeza. Era cierto, las muñecas habían cambiado de sitio: seguían en el salón, pero en distintas ubicaciones.
-¡Qué sé yo! –replicó Sergio con brusquedad- ¡Cállate, estoy llamando!
Pasaron unos momentos en silencio, en los cuales Sergio entrecerró los ojos.
-María, dame tu móvil.
Después siguió el de Sandra.
Ninguno de los tres móviles funcionaba.
Sandra comenzó a sollozar.
-No perdamos la calma –dijo Sergio al salón en general-. Vamos a llamar por la ventana a algún vecino para que nos ayude. Tranquilas, no pasa nada –continuó y añadió, casi para sí mismo- seguro que se ha estropeado la antena.
Sergio se volvió, pero Sandra parecía haberse quedado embobada mirando la casita.
-No me había fijado antes en lo que se parece esta casa a la nuestra –murmuró-. ¿Ése no es nuestro cuadro? Sí, y esas son nuestras habitaciones y...
-Sandra...
-... y nuestra cocina, con el montón de platos sucios que Sergio tenía que limpiar, y...
-¡SANDRA, BASTA YA! –bramó Sergio.
Ella se sentó en el sofá, terriblemente pálida. Sergio siguió manipulando la ventana, donde había comenzado a formarse una densa niebla blanca.
-Sergio... - le llegó la débil voz de María a sus espaldas- Mira la casa...
-¿Queréis dejar de dar por culo ya las dos con eso? ¡Mierda, esto no se abre!
-Sergio, ¡Sandy tiene razón! ¡La casa ha crecido! ¡Antes sólo tenía tres plantas y ahora tiene cuatro, estoy segura! Es como si nuestro piso...
Sergio golpeó el cristal con tanta fuerza que la los nudillos comenzaron a sangrarle. Pero la ventana no se rompió.
-¡LA PUTA CASA ESTÁ IGUAL QUE ANTES! ¡YO NO CREO EN ESAS GILIPOLLECES TUYAS! ¡¡Y AHORA CÁLLATE DE UNA PUTA VEZ!!
María se encogió ante sus gritos, nunca había visto a Sergio tan nervioso. Dirigió la vista hacia la casita y se estremeció.


Sergio no sabía cuánto tiempo llevaba acurrucado en el baño. Era presa de un temblor incontrolable, y luchaba contra sí mismo para no dejar escapar un sollozo que delatara su escondite. Hacía rato que no escuchaba a Sandra en la cocina... y aquellos horribles pasos no dejaban de sonar.

Unas extrañas manchas rojizas comenzaron a aparecer en todas las ventanas, de ninguna parte, y extendiéndose por momentos. La mera idea de quedar a oscuras en aquella situación los horrorizaba, así que Sergio agarró el martillo de la caja de herramientas y atacó la puerta principal mientras María observaba detrás de él, aferrada a varios de sus amuletos de la suerte.

Finalmente cedió. Detrás, en lugar del habitual rellano, había unas escaleras de madera.

María y él bajaron vacilantes y, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, distinguieron ante sí un bonito salón de estilo victoriano. Era exactamente como el de la casita pero el polvo lo cubría todo, los muebles estaban desgarrados y había manchas oscuras –“¡¿Sangre?!”- por todas partes.

Sandra, en aquél momento, fue la primera en ver moverse a las figuras de la casa de muñecas.

Vio sus expresiones. Y enloqueció.

En el piso de abajo, los muchachos comenzaron a escuchar pasos, lentos y profundos. María cometió la estupidez de preguntar por Gabriel, y los pasos se aceleraron en una carrera que se acercaba por segundos. Sergio llegó antes arriba que María y, llevado por el pánico, cerró y atrancó la puerta con el sillón. Un golpe seco los sacudió, y se hizo el silencio. Él retrocedió y casi cayó de rodillas, doblado por el miedo y el llanto, horrorizado ante lo que acababa de hacer. Las ventanas se hallaban ya cubiertas casi por completo por aquellas manchas, y la sala se encontraba sumida en una sanguinolenta penumbra. La horrible casita seguía en medio del salón..

Después se había tambaleado en busca de Sandra. La encontró en la cocina, medio calva, con los ojos desorbitados y mirando al vacío, la cabeza levemente colgando hacia atrás, y con los dientes tan apretados que desde las encías chorreaban hilillos de sangre. Estaba lavando platos. En su locura, no era consciente de que los había roto todos y se estaba arrancado literalmente la piel a tiras al frotarse las manos con los afilados trozos. Sergio cerró de un portazo.

Entonces comenzaron a llamar con suavidad en la puerta de la entrada.

Los siguientes recuerdos eran confusos. Sergio recordaba vagamente haber pasado por delante de la casa de muñecas. Todos sus amigos estaban allí. Mirándole. Y sonriéndole. Pero no recordaba haber agarrado la figura de Gabriel.

Al principio sólo le llegaba el sonido de la vajilla de Sandra y los toques en la puerta. Luego un golpe seco, y unos pasos lentos que se alejaban del baño. Lo siguiente fue una puerta que se abría con lentitud.

Entonces dejó de escuchar a Sandra.

Estaba solo en la terrible oscuridad, llorando y apretando contra su pecho la figura de Gabriel, deseando con todas sus fuerzas que regresara, con la enfermiza convicción de que todo se arreglaría entonces.

La figurita lo miraba. Y le sonrió.

Sergio rompió la muñeca: su cabeza rodó por el suelo, y la sangre comenzó a manar de su pequeño cuerpecito de forma desproporcionada. La arrojó lejos de sí, pero la sangre siguió manando. Sergio no aguantó más:

-¡¡SOCORRO POR FAVOR!! ¡¡QUE ALGUIEN VENGA!! –gritaba con voz sollozante-¡¡¡SANDRA!!! ¡¡¡MARÍA!!! ¡¡¡GABRIEL!!!

Unos minutos de silencio absoluto. Luego, comenzaron a llamar de forma lenta y suave en la puerta del baño.

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