domingo, 3 de febrero de 2008

4.-Capitán del mal

Y allí estaba Fulgencio, sentado en un bar del centro de su preciada ciudad. Agachando la cabeza y observando su café de espumosa leche y suave marrón, se preguntaba continuamente qué era lo que había echo tan mal.
En pocas horas, su mujer le había echado de casa y su jefe decidió prescindir de él en su empleo de oficinista en la gran sucursal del primer banco de la zona.
Levantó la cabeza lentamente, curvando la cejas, como dando un aire de pena y desolación al resto de consumidores de dicho local.
Se mordía la uñas y trataba de ordenar sus ideas, pero en su cabeza tan solo existía un caos insoportable, plagado de males y pocas esperanzas.
Mentalmente rezaba a Dios, el cual siempre había ignorado, y ahora buscaba cobijo entre sus brazos, inútil refugio de los desesperados.
Miró hacia el exterior buscando una señal, observando las grises calles llenas de, lo que a él le parecía, gente llena de felicidad. Sus ojos oscuros y de mirada débil se movían involuntariamente a toda velocidad, lanzando vistas rápidas a todo su entorno.
De repente, algo o alguien le propició unos leves golpecitos en el hombro.
Girando la cabeza con temor, encontró a una gran mujer, de pie enfrente a él, con una bata blanca. Con cara de pocos amigos, y acercando su nariz a la faz de Fulgencio, asestó unas palabras que fueron para él, como quien discute de política con “La Muerte”:
- ¿Está usted sordo? ¡Que me pague el café y se vaya que cerramos!
Fulgencio se puso la mano en el bolsillo con esperanza de encontrar alguna moneda, pero sus absortos pensamientos no le hicieron pensar en que se había gastado éstas últimas en comprar un regaliz para aliviar las penas ya que, nuestro amigo, no era fumador.
En lugar de eso, sus dedos palparon una extraña sustancia granulada y, asustado y sin saber que explicación darle a la mujer, agarró dicho material y le arrojó en los ojos a la camarera, dispuesto a salir corriendo del local.
La voluminosa mujer, soltó un bramido de los de “Dragones y Mazmorras” y, tapándose la cara, se echo atrás facilitando el paso del delgado hombrecillo, que trataba de escapar.
Si hubiera estado más atento pocos segundos después de iniciar su carrera, no se encontraría en el suelo puesto que la puerta se habría hacia dentro, no hacia fuera.
Fulgencio se dejó un par de dientes en el cristal, pero su ataque cegador había surgido un especial efecto sobre tal monstruoso bicho, que se arrastraba y chillaba cual gorila herido.
El hombre se repuso del golpe levantándose sin mirar para abrir la puerta que le había impedido el paso. Aparentemente, era libre, ya estaba en la calle. Sus pocos pelos peinados en peineta bailaban con el viento dado la velocidad de carrera que las delgadas piernas le permitían.
En un instante miró hacia atrás asegurando su clara ventaja, con la mala suerte de tropezar con un bordillo de la calzada de la calle más transitada y poblada de la ciudad.
Fulgencio perdía el equilibrio, avanzaba con pasos perezosos tratando de no dejarse la cabeza en la calle. Con las manos por delante y sin control en sus piernas vio venir por un momento toda su vida al ver que, inevitablemente, iba a chocar contra un hombre el cual no pudo fijarse debido que su mente ya estaba ocupada con tal de no partirse la crisma.
El hombre levantó los brazos tratando de esquivarle pero era demasiado tarde. Chocó contra él.
Reponiéndose de su caída, miró el estado de los daños causados en su “parapeto viviente” y una palidez extrema se apoderó de su cara al ver que era un policía.
Pero este no le miraba, sino que tenía la vista en el cielo. Fulgencio alzó la cabeza abriendo la boca cual tonto del pueblo y, embobado, veía como la pistola descendía como a cámara lenta precipitándose en el suelo, haciendo vibrar el tambor, y disparándose al azar.
En este momento, a todos nos gustaría dar condolencias a Fulgencio por la mala fortuna, aunque el no era consciente que esto no había terminado aun.
La bala perdida, desafortunadamente, dio en un blanco. Enseguida el supo que saldría en todos los noticiarios. La bala impactó en la sien del primer ministro del país rival, cuando iba en su limusina camino del aeropuerto tras un exitoso y novedoso tratado de paz después de más de 15 años en guerra, fulminándolo al instante.
El horror se apoderó de la calle, y del coche salieron varios hombres fornidos dispuestos a arreglar la situación con las mismas. Así que se inició un potente tiroteo en las calles entre los guardaespaldas del primer ministro fallecido y la policía de la ciudad de las cuales no cesaban de llegar refuerzos.
Pero… ¿Dónde se encontraba nuestro protagonista? Pues Fulgencio logró escabullirse tras el caos reinante en un callejón oscuro, corriendo como un poseso. Esquivaba con agilidad los cubos de basura metálicos y se agazapaba tras ellos para observar la situación. Solo oía los gritos y disparos incesantes, él sabia y era consciente que la había armado buena y debía abandonar el lugar. Se había convertido en fugitivo, buscado en todos los estados como uno de los mayores terroristas conocidos, tanto por eliminar un alto cargo político, como para romper definitivamente un pacto de paz que hubiera echo historia.
Quién sabe donde se encuentra hoy en día Fulgencio, pero ésta fue la historia de un hombre que, perdiendo el trabajo y la esposa, supo tener tanta mala suerte que en menos de veinticuatro horas se convirtió en el mayor terrorista existente. Y lo mejor es que fue sin querer. Haber como se lo explica luego a las fuerzas de seguridad del estado.

No hay comentarios: