sábado, 2 de febrero de 2008

4.-Miedo

Una luz blanquecina se filtra con el amanecer y se posa en tu cara, en tus párpados, invitándote a estrenar un nuevo día. ¡NO! No quieres despertar. Te gustaría prolongar ese estado de vigilia. Eternamente. Mantener el velo de irrealidad entre el sueño y la consciencia. Vivir en ese universo paralelo, en el que el miedo no existe. Porque en este, no puedes.

El bip-bip-bip del despertador termina por romper la magia de ese momento único y deshace el hechizo del orphidal que te has tomado a las cuatro de la madrugada. De un manotazo acabas con el irritante sonido y te decides a comenzar tu rutina matinal: una ducha, un café con su croissant y un cigarrillo. En ese orden. Un fugaz momento de placer a solas contigo mismo, sin preocupaciones, sin lamentaciones, sin arrepentimientos.

El agua, caliente al principio, helada al final, acaba con el entumecimiento de tu cuerpo. El café, Blue Mountain jamaicano, tu única concesión a un paladar no demasiado exigente. Y mientras la cafetera destila su esencia, trasteas en el aparador buscando tu último croissant. Pero no lo encuentras. Y recuerdas que anoche te levantaste y, aburrido y sin saber qué hacer, te lo comiste. Un potente “¡Mierda!” brota de tu garganta y por unos segundos no sabes qué hacer. Podrías bajar a la pastelería. Tan solo invertirías cinco minutos en ir, hacer la compra y subir. Nada peligroso. Pero hoy es sábado y, probablemente, haya cola para el pan. Tendrías que esperar tu turno. Y sabes lo que ocurrirá. Las voces se acallarán a tu alrededor. Algunos de tus vecinos te mirarán con esa extraña mirada, mezcla de miedo, pena y silencio forzado. Otros, con declarado odio y rechazo. Y unos y otros se apartarán de ti. Unos centímetros. Algo casi imperceptible que marca, sin embargo, un abismo insuperable. Y tus sombras, las que siempre te acompañan, protectoras, también estarán allí, haciendo la situación aún más complicada para ti. Te resignas. Hoy sólo café.

Lo bebes poco a poco, paladeándolo. Enciendes un pitillo y, distraído, te levantas, con la taza en una mano y el cigarrillo en la otra. Te acercas a la ventana y contemplas el brumoso paisaje de tu ciudad natal. El sirimiri cae suave y sin tregua, empapándolo todo, lanzando un mensaje gris ligeramente deprimente. Bruscamente, te das cuenta de lo que has hecho y te retiras rápidamente. Apoyas la espalda contra la pared, tu corazón a cien por hora. Sabes que, quizá, te has expuesto al ojo vigilante de un rostro anónimo. El miedo trepa por tus entrañas y se aferra a tu garganta. “Estúpido, estúpido”, piensas. Con rabia, vas a la cocina y friegas ruidosamente la taza y la cucharilla. Acabas y tus manos se aferran violentamente al fregadero. Tu cabeza, hundida entre los hombros, y una lágrima furtiva son las únicas muestras de tu dolor. Tomas aire. Una, dos veces.

Estás en tu dormitorio, ante el armario abierto de par en par, buscando algo que ponerte entre toda esa ropa comprada, casi al por mayor, en tus escasos viajes a la capital, a Madrid. El único lugar donde tu temor se diluye hasta prácticamente desaparecer, donde sientes que eres tú mismo, una persona libre. La ciudad en la que se refugiaron tu mujer y tus hijos, porque ya no podían vivir contigo. ¡Recuerda! Las desaparecidas cenas del viernes en aquel pequeño restaurante de la parte vieja, donde le habías pedido que se casara contigo, fueron el principio. Después vino el acoso a tus hijos en los sucesivos colegios. Más las fiestas de cumpleaños desiertas de amigos. Las cancelaciones, las excusas y el olvido fueron lo último. Y todo ello por ti, siempre por ti. Y aun así, te querían. Te rogaron, te lloraron, te suplicaron que los acompañaras en su diáspora. Te dijeron que te necesitaban, que así pondrías fin a todos los males derivados de tu agónica lucha. Pero, ¿acaso los escuchaste? Veo que guardas silencio.

¿Hace cuánto que no los ves? Sí, te mantienes en contacto con ellos pero vuestras vidas cada vez se alejan más. Elegiste y sacrificaste. No es tiempo de lamentaciones, aunque duela. Y algún día regresarán, cuando tú ya no hagas falta. Será tu legado para ellos y para otros como ellos. O así lo quieres creer.

Vaqueros y un jersey de cuello vuelto son tu última palabra. Te encierras en tu despacho. El trabajo es tu mejor droga y durante unas horas te olvidas de todo hasta que tu estómago protesta reclamando atención. Una excursión al frigorífico revela una colección de platos precocinados. Dios, lo que darías por un buen guiso casero. Con desgana, calientas al microondas uno elegido al azar y, con igual desgana, te lo comes. Preparas tu segundo café y te fumas tu segundo cigarrillo. Te sientes algo cansado, te pesan los párpados, algo normal tras varias noches de insomnio. El sillón orejero te abraza y dejas que el sueño te invada. Te duermes. Sueñas.

Corres a través de un bosque, perseguido por un hombre armado con un hacha. Su cara está cubierta por la oscuridad. Sientes que va a alcanzarte, pero en la ilógica de los sueños cambias de escenario. Estás en tu coche y a través del retrovisor ves cómo dejas atrás a tu persecutor que ríe enloquecido. Aceleras, cambias de marcha y sientes un pinchazo en tu mano. Miras hacia abajo. Una serpiente enroscada en el cambio acaba de morderte. Gritas. Despiertas. Lloras.

La casa te ahoga, te falta aire. Sientes la imperiosa necesidad de huir, de dejarlo todo atrás, de renunciar a todo, de empezar de nuevo, lejos, lejos de aquí, de tus fantasmas, de tus pesares, de tus miedos. No soportas la agonía del día a día, la soledad. Necesitas pensar. Te calzas unos náuticos, coges las llaves y sales a la calle. Tú eres el primer sorprendido de tu arrebato. Avanzas con paso firme, decidido, sin un destino, un pie después de otro sin echar la mirada atrás. Pero la fuerza inicial empieza a extinguirse, el hábito comienza a pesar y el miedo, el temor, empiezan a abrirse paso en tu coraza. Giras tu cabeza y las ves. Las sombras. Siempre tras de ti, a una distancia prudencial, pero constantes. Sombras guardianas de las que no puedes huir, de las que no has querido huir hasta hoy. Aceleras el paso, inútilmente, en un intento de deshacerte de ellas. Corres. Ellas también.

Entras apresurado en un centro comercial y te confundes entre el gentío. Eres uno más, un desconocido entre la masa, hasta que alguien te ve y sientes que te reconoce, que te descubre. Sostienes su mirada con cierta arrogancia teñida de nerviosismo. Te sonríe. Sorprendido respondes con otra sonrisa. Pero ya se ha ido. Ha sido algo fugaz, pero te ha servido para tomar una decisión. Quieres vivir así lo que te quede de vida, junto a los tuyos, sin miedo, sin sombras.

Sales del centro comercial y descubres que estás solo. Ellas no están, las has perdido. Por unos segundos, te sientes solo, perdido sin su compañía hasta que una alegría salvaje te inunda. Tomas un taxi y te diriges a casa. Tu móvil suena, una y otra vez, pero te niegas a responder y lo apagas. Es tu hora, tu momento de gloria, tu grito de libertad. Pagas la carrera, contemplas tu casa en la que crees será tu última vez y entras en el garaje. Montas en tu coche y esperas a que la puerta termine de abrirse, antes de arrancar. Enciendes el GPS. Destino: Madrid. Giras la llave y el motor ruge con ansias de devorar kilómetros. Avanzas unos metros y te detienes antes de incorporarte a la carretera. Un amortiguado bip-bip-bip te alcanza y, tontamente, piensas en tu despertador, antes de que otro pensamiento te asalte. Has incumplido una de las normas del decálogo que te fue impuesto. Algo que tus sombras hacían por ti. Normal que lo hayas olvidado. Cierras los ojos. El estallido de la bomba lapa pone fin a todo y la furia del fuego eleva hacia los tejados tu carné de concejal.

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